A juzgar por lo que reflejan algunos estudios de opinión, al momento existe en la mayoría de la población el deseo de buscar un nuevo rumbo para el país, salvo claro está, los ultras que aún siguen añorando esa etapa oscura de saqueo, maltrato, inquina y persecución. Develado que no existía ninguna mesa servida y que las mediciones de los endémicos problemas estructurales establecen que, luego del despilfarro de la época de mayor riqueza que ha experimentado Ecuador, nos encontramos con similares indicadores a los de la etapa precedente, ha llegado la hora trazar una hoja de ruta donde converjan la mayoría de acuerdos posibles que señale cuál será el camino que debería transitar el país en los próximos 15 ó 20 años, con el objetivo de establecer políticas de mediano y largo plazo que permitan el crecimiento sostenido e incluyente que se requiere en este momento histórico. Lo han dicho los especialistas: si Ecuador desea salir de su postración y busca brindar oportunidades a sus habitantes debe crecer por largos periodos a tasas superiores al 5%. Para lograr aquello se necesitan varios elementos, pero uno primordial: confianza. Si los propios ecuatorianos no somos capaces de brindarnos ese insumo básico no podremos quejarnos de nuestra suerte; deberíamos concluir que somos una sociedad con vocación anárquica, caracterizada por el irrespeto a la norma, en la cual cada quien hace lo que le venga en gana.
Este elemento exige que se reinstitucionalice el Estado, que se eliminen esos vestigios del aparato político partidista que se enquistó en las diversas estructuras de las funciones estatales; que, como ha quedado a la vista de la sociedad entera, no hacían otra cosa que responder al caudillo del momento para robustecer un sistema centralizado y de partido único. La oportunidad está cercana ya, hay que velar porque se entienda que no será el momento de reemplazar únicamente a los integrantes de esas entidades, sino que los organismos se conformen con personas probas, honestas, que surjan de procesos de selección estrictos y transparentes, donde se escojan a los más idóneos más no a los que tengan alguna relación o cercanía con el poder de turno.
Lo siguiente será atraer recursos, crear las condiciones para que los capitales de los nacionales y de los extranjeros se sientan seguros dentro de nuestras fronteras. Para ello hay que reformar una serie de normas que no penalicen a la creación de riqueza sino que la estimulen, que el país pueda competir con sus vecinos como un sitio atractivo para invertir. La meta es llegar al porcentaje que ha alcanzado en esos países el flujo de recursos del exterior; esto es, alrededor del 3% del PIB, lo que significaría casi quintuplicar la cifra que ha ingresado por ese concepto en los últimos diez años. Pero para ello hay que terminar con esa cultura tercermundista que considera que la manera de igualar a todos es repartiendo miseria. No hay tiempo que perder.
Sólo hay que mirar en las calles las caras de angustia de tantos desposeídos que carecen de lo mínimo. No hay espacio para que siga campeando la indolencia.
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