Se ha planteado con frecuencia que ya no debemos estudiar historias nacionales, que las “historias patrias” son hoy, más que nunca, justificadoras de la exclusión. En ese sentido, por ejemplo, tratar de formular una Historia del Ecuador sería incorrecto, o al menos innecesario.
Pero, en realidad, lejos de volverse redundante el estudio de las historias nacionales, ahora es más importante que antes, ya que es necesario que busquemos una redefinición del papel de los estados nacionales dentro de un marco mundial distinto, y en la que debemos establecer un espacio, quizá mayor que el que le hemos dado hasta aquí, sobre todo luego de varias reformas educativas, al estudio de la historia internacional. Eso no significa, desde luego, volver a reinstalar en los planes de estudio la “Historia Universal” de corte eurocéntrico que ha sido ya justamente criticada desde hace décadas dentro del ámbito latinoamericano y del Tercer Mundo. Al contrario, debemos reivindicar la centralidad de la periferia. Para entender mejor las historias de nuestros países debemos ampliar el ámbito del estudio de la historia, al menos desde el surgimiento y desarrollo del sistema mundial que hoy conocemos. Las historias patrias, las regionales y mundiales, son complementarias.
Se impone un gran esfuerzo por superar las perspectivas tradicionales y reformular la visión que esas historias patrias nos dan de nosotros mismos a partir de nuestro pasado. Para ello, es necesario que no solo estudiemos el desarrollo de los proyectos nacionales que se han dado en la trayectoria de nuestros países, sino que asumamos al mismo tiempo un proyecto nacional de futuro para toda nuestra comunidad nacional. Desde esta perspectiva, la historia es sustento de un nuevo hombre y de un nuevo ciudadano, parte esencial de la educación para la democracia, que desarrolla valores como tolerancia, conocimiento y respeto a las diferencias, capacidad de dialogar, de aceptar al otro, el fomento de la integración y la cultura de la paz.
Esa complementariedad implica que los latinoamericanos debemos escribir nuestras historias, pero también mirarnos unos a otros, de modo que podamos levantar una teoría histórica con rasgos propios.
En algunos aspectos ya se ha trabajado sobre las propuestas mencionadas.
Por ejemplo, se acepta ahora que la historia se explica en los grandes procesos en los que los actores fundamentales son los colectivos, lo cual no supone despojarla de la presencia, por lo demás inevitable, de las personas; así como tampoco significa eliminar una narrativa de los hechos, que no solamente nos permite conocerlos, sino también comprenderlos mejor.
Las historias nacionales son un eje básico de los sistemas educativos. Solo posturas profundamente reaccionarias o antinacionales proponen lo contrario.