Desde cuando Atahualpa permitió que los españoles llegaran a Cajamarca hasta nuestros días en que nos hallamos empeñados en crear la Ciudad del Conocimiento (Yachay), son las mismas razones las que explican tales hechos como que forman parte de desvelos ininterrumpidos.
Eran portentos los que se referían de los wiracochas, de los hombres venidos de ultramar, llegaban a transmitirse el pensamiento por medio de “unas misteriosas hojas de maíz”. Se imponía por razones de Estado aprender de los extranjeros tales prodigios. En el centro de la plaza de Cajamarca se produjo el encuentro de las edades. Nadie pudo oír el diálogo entre el Emperador y el Padre Valverde. Lo que sí se vio es que el fraile le daba su breviario al Inca. Este lo tomaba y llevaba al oído: ¡el libro permaneció mudo! Atahualpa lo arrojaba al suelo “como un tiro de herrón de allí”, según Diego Trujillo, uno de los testigos.
A partir de entonces no hemos parado en nuestros desvelos por ‘saber leer y escribir’. Pasar del conocimiento empírico al científico, he ahí la proeza del Dr. Eugenio Espejo en la historia de nuestras disquisiciones. Los libros, instrumentos indispensables para llegar a saber. Las bibliotecas de los jesuitas, la de Carlos Manuel Larrea, la de Jacinto Jijón y Caamaño. Es que no hemos parado en sueños enormes como la Escuela Politécnica Nacional y el que fue Instituto Nacional de Medicina Tropical Izquieta Pérez. Siempre venciendo esa resistencia brutal del bárbaro que aún late en todos nosotros, y esos ‘cien años de soledad’ que van concluyendo.
El último día de aquellos cien años: los taromenane a punto de desaparecer. Según quien les conoce, el misionero Miguel Ángel Cabodevilla: “Las señas que hemos podido recoger no indican que quieran seguir aislados y que quieren aislarse más. Lo que indican más bien es que quieren estar cerca de lugares con gente contactada, con gente de cualquier tipo, porque necesitan de una serie de instrumentos que no tienen”. Ollas de aluminio y vestiditos de colores, por presión de las mujeres; hachas y machetes, unas pocas cosas más. La vida en la selva menos dura, el sumak kausay llevado a lo elemental.
Contemporáneamente, los sabios antropólogos buscando mil y un justificaciones para mantenerles aislados a los taromenanes. Como si no fueran parte de la humanidad. Como si fueran animales de laboratorio a los cuales se les puede manipular. Protegerlos, desde luego.
El mismo pensamiento y decisión de los taromenane la de aquellos que concibieron la Ciudad del Conocimiento luego de quinientos años de la tragedia de Cajamarca. En nuestra ‘isla de paz’, la bucólica, la que escondía églogas trágicas, los modositos satisfechos de vivir en un país insignificante. Para ellos, ni pensar siquiera en desarrollo científico y tecnológico.