Kundera pensaba posible una novela después del fin de la historia de la novela. Para el mundo en que vivimos, esta llamativa paradoja ha sido absolutamente real, puesto que estamos viviendo ya la historia después del fin de la historia. No me refiero, por supuesto, a los delirios hegelianos de cierto publicista norteamericano cuyo nombre suelo confundir con el de un bellísimo nevado japonés. Me refiero al fin real de la historia moderna, que ocurrió el 9 de noviembre de 1989 y fue transmitido por televisión a todo el mundo.
Atónitos, todos pudimos mirar el espectáculo ofrecido por una multitud de berlineses que se había encaramado sobre el ominoso muro divisorio de su ciudad y el mundo. No contenta con eso, aquella multitud empezó a derrocar la pared como si su obra destructiva fuera una verdadera fiesta. Y lo era. Quizá sin advertir el alcance que tendrían sus audacias, los hombres y mujeres, jóvenes y viejos que formaban aquella masa de euforia y entusiasmo, empezaron así a sepultar la historia moderna de Occidente.
La caída del Muro de Berlín, que fue el nombre con que aquel episodio ingresó en nuestra memoria, hizo posible que ante la conciencia del presente se desplegara como un arco toda la historia moderna, cuyo comienzo, por increíble que parezca, está ligado a otro muro que fue quemado exactamente 200 años antes: fue el muro de la Bastilla, asaltado por los desarrapados de París en 1789. Entre un muro y otro, a dos siglos de distancia, la Edad de la Razón trazó el paisaje más loco de este mundo, destronando a los dioses y poniendo en su lugar a las divinidades del pensamiento. Divinidades desbocadas, ciertamente: nos condujeron por los parajes más extraños y nos llevaron a atravesar los límites de lo posible, hasta alcanzar el nada envidiable privilegio de volvernos contra nosotros mismos y contra la naturaleza.
26 años después, vivimos sin embargo de los rescoldos de sus fuegos profanos. Calificados por algunos como “tiempos posmodernos”, los nuestros no han podido sin embargo encontrar aún sus propias rutas, y se vuelven constantemente hacia el pasado con la vana esperanza de resucitarlo. Unas veces se refugian en viejos nacionalismos, en fanatismos religiosos, en olvidados odios y rencillas; otras veces inventan una tecnología sin alma cuyos artefactos nos permiten hacernos la ilusión de dominar el tiempo, el espacio y el saber. Otras más, improvisan nuevos cultos, religiones y creencias, haciendo mezcolanzas y volviendo del revés las jerarquías, los valores, los antiguos referentes. Y siempre terminan acudiendo al consumo para olvidar todo lo demás, porque el consumo ha podido finalmente convertirse en fraudulento sucedáneo del ya olvidado paraíso.
Hay quienes dicen que vivimos un cambio de época. La verdad, la desnuda y triste verdad, es que hemos visto morir una época y aún no hemos podido ver el nacimiento de la que debe reemplazarle. Los vanos experimentos que hasta ahora se ensayan no pasan de ser experimentos fallidos.
El futuro, el incierto futuro, todavía está exigiéndonos respuestas.