Concluyó el pasado siglo y vino el nuevo, justamente cuando a nivel mundial predominaba la idea de que había llegado el “fin de la historia”.
Con el avance del neoliberalismo y la caída de los regímenes comunistas en la URSS y Europa Oriental, se proclamaba que el socialismo estaba muerto y que el capitalismo había triunfado definitivamente. En adelante, se sostenía, crecería y se reproduciría a escala globalizada y planetaria. Desde entonces, se planteaba, el movimiento dialéctico de la historia se detendría. Las contradicciones sociales fundamentales desaparecerían para dar paso a una realidad en la que solo se asistiría a un “perfeccionamiento” del capitalismo triunfante.
Los historiadores, sobre todo los que nos considerábamos progresistas, teníamos un doble motivo para estar preocupados. El materialismo histórico, que en sus diversas versiones, era una de las bases de nuestro trabajo, decían que se había derrumbado. Y lo que es peor, con el hecho indiscutido de que había llegado el fin de la historia, nos íbamos a quedar sin oficio ni beneficio.
Pero el anuncio apocalíptico no lo aceptó todo el mundo. La reflexión y la práctica, en especial de la gente de los pueblos más pobres lo cuestionó. Varias voces se levantaron, incluso en los países capitalistas avanzados, para enfrentar al viejo dogma liberal que había renacido. Ya en 1991, Christopher Hill en su artículo “¿Funerales prematuros?” cuestionaba la “muerte del marxismo” y el “fin de la historia”, planteando al mismo tiempo que: “tal vez los habitantes del Tercer Mundo no estén tan seguros de que la historia se haya acabado”. En efecto, los años siguientes, la historia siguió su curso hacia una nueva centuria y se negó a asumir su fin, cargando en su marcha con los ideólogos neoliberales, los gobernantes, los economistas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, los logreros y los verdugos que habían dejado un estela de desigualdad, sangre y sufrimiento.
En varios países de América Latina, la avalancha neoliberal fue enfrentada por fuertes reacciones de masas, que llevaron al triunfo de gobiernos que se definían, en términos generales, como progresistas, y que trajeron consigo a veces avances y otras veces decepciones. Ahora esos gobiernos tambalean frente a las grandes expectativas y demandas populares, que no se han llenado.
El predominio neoliberal trajo consecuencias funestas, aunque duró poco. Primero vino su derrota ideológica, y luego su largo y difícil desmantelamiento, que aún no concluye. El hecho es que a pocos años de haberse declarado su final, la historia está de nuevo viva y en movimiento. Para nuestra tranquilidad, los historiadores a estas alturas ya estamos seguros de que la historia no se ha acabado. Sigue su curso y nos ofrece nuevos desafíos de trabajo e interpretación en el siglo XXI.