Hipocresía y complicidad

La muerte del disidente cubano Orlando Zapata pone otra vez en evidencia la naturaleza represiva de la dictadura cubana, y desnuda la hipocresía y la complicidad en que viven instalados gobiernos, dirigentes, intelectuales y organizaciones de derechos humanos. Desenmascara la índole del socialismo revolucionario y el cinismo de satrapías que se autotitulan “democracias populares”.

La izquierda latinoamericana, pese a todo lo que ocurre en el régimen de Castro, no quiere desmarcarse del servilismo que le ha convertido en altavoz de un dictador. Los intelectuales de esa tendencia llevan la marca de la cortesanía y de la sumisión que les ha permitido gozar de las indulgencias y los premios que regalan los “guardianes de la revolución”, por eso, no han dudado en justificar, con los más retorcidos argumentos, lo que es pura y simple represión, olvidándose de la crítica y acudiendo a la estrategia de la vista gorda, cuando no aplaudiendo los fusilamientos, las cárceles y la delación. Pobre papel de quienes fungen de pensadores. Pobre papel de los retóricos, de los escribientes, incapaces de apelar a la independencia y a la dignidad.

La determinación de un humilde albañil cubano, firme en sus convicciones hasta el final, hace temblar a una dictadura que apuesta, como todas, a la eternidad y a la impunidad. El sepelio del disidente estuvo copado de policías, de cercos y de prohibiciones. Ni en los ritos de la muerte se puede ser libre cuando el poder le teme a la verdad, cuando quien ha muerto es un símbolo de la resistencia. En su caso, y en el de tantos otros, la muerte pasa a ser testimonio trágico del derecho a disentir, pero, además, certeza de que el autoritarismo no soporta a gente que piensa, a personas que cuestionan. No soporta a los que no aplauden, a los que no desfilan, a los que no mienten. No soporta la franqueza, porque apuesta a la hipocresía, a los silencios y a las claudicaciones. Las dictaduras viven en el reino de la unanimidad: quien se aparta de ella, va preso o muere.

Ante la infamante muerte de Zapata, Lula, y otros como él, se callaron, prefirieron el disimulo, las palmaditas de la diplomacia, que es la sonrisa de la hiena convertida en institución. El silencio de muchos, y el silencio sepulcral de las organizaciones de derechos humanos, son evidencia de que las proclamas, las declaraciones y las “tesis”, son pretextos políticos que sirven a una ideología, que justifican el sacrificio de las personas cuando conviene a la dictadura. Eso significa que la integridad fue expulsada hace rato de la política, dignidad que quedó refugiada en la gente común, como el disidente Zapata y los demás presos de conciencia que en Cuba, y en las demás dictaduras de todos los signos, sufren las consecuencias de ser leales a un pensamiento que no corresponde a lo que dicta el sacrosanto discurso de los jefes.

Suplementos digitales