Otro joven adolescente se ha suicidado en mi querido Riobamba. Lamentablemente, estas cosas ocurren con demasiada frecuencia en todo el territorio nacional. Se te parte el alma contemplando el dolor de las familias, la oscuridad que pesa sobre la conciencia herida de padres y amigos. Demasiado dolor y frustración en el corazón del suicida y en el corazón de los deudos.
Cierto que estas cosas pueden suceder y siempre han sucedido. El sentido de la vida se cortocircuita y alguien puede llegar a pensar que ya no merece la pena sufrir, amar, esperar más… Pero, cuando el tema es recurrente, se convierte en una enfermedad social y todos tenemos que preguntarnos dónde está el problema, por qué tanta falta de estima, de esperanza en el corazón de nuestros jóvenes.
A veces, no nos gusta hurgar cuando se deja en evidencia nuestras carencias o nuestra incapacidad. ¿Qué tipo de familia estamos promoviendo? Los jóvenes necesitan familias bien formadas, con roles claros, autoridad moral, principios y valores, estabilidad y, sobre todo, relaciones dialogales y amorosas. Detrás de muchos suicidios juveniles hay demasiado silencio, vacío, falta de respuestas y de oportunidades. Demasiado desamor.
Pero no solo. Los jóvenes necesitan ser educados en la esperanza, en el compromiso responsable de sacar adelante la vida, sin falsos halagos ni recompensas. Hoy vivimos inmersos en una cultura individualista, consumista, en la que prevalece el vértigo de la satisfacción inmediata. Lo queremos todo y rápido y, además, pensamos que tenemos derecho a ello, cueste lo que cueste. Nos olvidamos de que la esperanza es algo más que llenar nuestras bodegas o satisfacer deseos. Una cultura así frustra a cualquiera, deja en evidencia el fracaso del que no llega a tener todo lo que quiere. Vivimos un tiempo de necesidades y de compulsiones inútiles, Y sin embargo, a pesar de todo, no podemos pactar con la oscuridad, elevando a categoría de normal lo que parece inevitable. Hay que luchar. Por eso, quisiera aportar alguna luz, por pequeña que parezca. No podemos satanizar a los suicidas. Los que rompen el hilo de la vida son siempre hijos y hermanos que merecen nuestro amor y nuestro respeto, aunque sea en el recuerdo. Un recuerdo que es presencia amorosa en el corazón de quien amó, aunque no siempre comprendiera. Pero tampoco podemos victimizarnos a nosotros mismos, pensando en qué fallamos, qué no hicimos… a tiempo. La muerte de las personas amadas deja en evidencia muchas de nuestras falencias. Pero otra cosa es ser responsables de algo que no hicimos ni deseamos. El suicidio de un hijo querido deja en evidencia que todos somos partícipes de la debilidad humana. No tenemos todas las respuestas, ni siquiera la oportunidad de ser eficaces a la hora de prevenir el dolor o la angustia del que sufre. Algún día se rasgará el velo del templo y descubriremos que el amor de Dios puede iluminar nuestras más hondas oscuridades.