Hace unos días Ecuavisa presentó al último “hielero” del Chimborazo. Era un hombre de 70 años que cargaba voluminosos trozos de hielo y los depositaba sobre el lomo de su burro.
Ese impresionante espectáculo me hizo reflexionar en que cada una de las etnias humanas, cuyos caracteres se perpetúan por la herencia, tiene sus fortalezas y debilidades peculiares. No hay raza superior —como sostienen los racistas— sino razas diferentes, con aptitudes distintas. Cosa que también ocurre con los animales: ganado bovino de carne —”charolaise”, “cebú”, “angus”, “braford”— o de leche —”jersey”, “holstein”, “brown swiss”—; o caballos de salto, de velocidad o de paso; o canes de carrera —”galgos”—, de cacería —”gran danés”, “beagle”, “setter irlandé”— o de halar trineos —”alaskan malamute”, “husky siberiano”, “samoyedo”—.
En el siglo pasado afirmó el político Joseph Chamberlain: “los británicos somos la raza gobernante más grandiosa que el mundo haya conocido”. Y Charles Darwin, al aproximarse en su barco “Beagle” al puerto de Sydney durante su viaje de 5 años alrededor del planeta, sorprendió al mundo con su gritó: “¡somos la raza líder del mundo!” Y agregó: “Dios convirtió a la raza de habla inglesa en el instrumento elegido mediante el cual pretende construir una sociedad basada en la justicia, la libertad y la paz”.
En cuanto a la teoría de la historia, los exégetas del racismo pretendían explicar en función de la raza el destino de las civilizaciones. Para ellos, el proceso de su decadencia se debía a la mezcla de sangres y el colapso de las civilizaciones no tenía otra explicación que la pérdida de la pureza étnica.
Ciertos investigadores afirman que hay diversas razas humanas, con diferente talla, contextura muscular, apariencia física y capacidad para las actividades mentales o físicas. Piensan que la raza negra, por ejemplo, está bien dotada para las acciones físicas que demandan flexibilidad, equilibrio y ritmo. En la NBA de los EEUU, donde se practica el mejor baloncesto del mundo —pienso yo—, los negros constituyen el 77% de los jugadores. Sin embargo, resultaría demasiado arduo para un atleta negro o rubio norteamericano subir a pie a los 5.500 metros del Chimborazo, picar el hielo milenario, colocarlo a pulso sobre las mulas y bajar caminando varias horas para distribuirlo en las heladerías de la ciudad, como hicieron durante tantos años nuestros famosos “hieleros”. En cambio, sería muy difícil para éstos alcanzar el tiempo de 9,5 segundos impuesto por el negro jamaiquino Usain Bolt en la carrera de los cien metros planos o pasar la vara sobre los 2,45 metros de altura, como lo hizo el negro cubano Javier Sotomayor en 1993.
De lo cual concluyo que cada una de las diferentes etnias del animal racional tiene sus propias capacidades y poderes.