El de Stefan Zweig (1881-1942) fue el oscurecer de un pensador incuestionablemente cosmopolita, verdaderamente humanista, atormentado por el exilio y por la posibilidad -a la época de su muerte, cierta- de que los nazis no solo acabaran con lo que él creía que era la tradición artística europea, sino que se hicieran con el control del mundo. Lo de Zweig también fue la alergia a la irracionalidad del nacionalismo, al delirio de todo lo autoritario, la reacción de una mente cultivada y aguda ante la marea alta de la barbarie. En pocas palabras (y en palabras nabokovianas) la melancolía del hombre ilustrado.
Con todo lo anterior en consideración Zweig viajó a Brasil (hay que añadir que no se acostumbró a Nueva York: argumentaba que le daba miedo encontrar allí a todo Berlín y a toda Viena y que en cualquier caso prefería el calor), angustiado por el desarraigo, y se estableció en Petrópolis, antigua localidad imperial. Como mandan las costumbres burguesas se despidió amablemente de su sastre, devolvió los cuatro tomos de los ensayos de Montaigne que un amigo le había prestado, depositó varias cartas en el correo y le dejó a la dueña de casa algo de dinero para sufragar los gastos y molestias luctuosas. Como también dictan los cánones de la civilización Zweig murió perfectamente vestido, con corbata y camisa y en conjunto con su mujer. Ambos, en ejercicio de un pacto lúgubre, tomaron una sobredosis de somníferos.
De este austriaco hay que destacar su estilo a un tiempo ampuloso y dramático, siempre rancio y decadente, como si se tratara de alguien ajeno a sus tiempos, reasentado de otras épocas. Esta es, por ejemplo, su descripción sobre la intensidad de Mahler: “Todo en él era tenso, todo en él era desbordante, pasión rompedora; algo vibraba a su alrededor como las chispas alrededor de una botella de Leyden. El furor era su elemento, lo único adecuado a su energía; en descanso parecía sobreexcitado, estaba sin movimiento y la electricidad lo desgarraba y convulsionaba…Siempre estaba camino hacia una meta, como arrastrado por una gran tormenta y todo le resultaba demasiado lento.” Aunque no haya sido, ni mucho menos, un historiador profesional, aunque sus célebres biografías hayan siempre estado a caballo entre la ficción y la certeza, aunque no se lo pueda clasificar en rigor ni como novelista puro, ni como ensayista exclusivamente ni como solamente un cronista, aunque haya sido agnóstico, lo de Zweig es una muestra más en la impronta del exquisito pensamiento judío del siglo pasado, de la mano de Proust, junto a Freud, con Schnitzler…Es también la nostalgia del extrañamiento, como en esta evocación de Joseph Roth: “A cuántas cosas y cuántas veces hemos tenido que decir adiós, nosotros los emigrados y expulsados, a la patria, a nuestro círculo de acción, a nuestras casas y propiedades, y a toda la seguridad ganada durante años.”