Las heridas del alma

A estas alturas y en estas latitudes todos sabemos qué es un terremoto. El drama de Haití (3 minutos, 300 000 muertos) sigue presente en nuestra memoria. En la mía, muy especialmente, tras la visita al país, apenas un año después de la tragedia.

Daba la impresión de que hubiera ocurrido el día anterior. Lo de ahora, en la Costa ecuatoriana, por su cercanía física y emocional, nos ha golpeado a todos con enorme fuerza. La secuencia volcán–inundaciones– terremoto deja en evidencia la fragilidad de nuestro país, al cual, como al perro flaco, todo son pulgas.

Las réplicas, que no han parado, marcan el ritmo dramático de la espera.
El rescate de cuerpos, vivos y muertos, se convierte en una sucesión de dramas, en algo traumático que nos acompañará durante un tiempo demasiado largo.

Y es que son muchos los recursos humanos y pocos los medios técnicos. A pesar de ello, del dolor y de la impotencia, algo aflora con enorme fuerza y decisión: la capacidad de sobrevivir, la respuesta solidaria de la gente, el trabajo de voluntarios y profesionales incansables, dispuestos a ayudar en lo que haga falta…

Si el sábado y el domingo de marras fueron los días del dolor, a partir del lunes el tiempo adquirió un nombre propio y se llamó solidaridad.
No desaparecen los temores, el miedo, la angustia,…

Pero es posible caminar entre los escombros con la frente en alto y el corazón a punto. De pronto los colores políticos palidecen (¡qué ridículas aparecen las viejas peleas de gallos!) y solo queda una pobre familia de hombres y de mujeres, de niños, jóvenes, adultos y viejos unidos por el dolor, la rabia y la esperanza.

Bueno será que estemos unidos, lúcidos y resueltos para poder responder a los interrogantes pendientes.
Entre otras cosas, me pregunto si, a la luz de lo sucedido, no tendríamos que hablar de una auténtica devastación económica…

¿Habrá fondos suficientes para hacer frente a la reconstrucción del país? ¿Nos pondremos de acuerdo en las prioridades? La tarea pendiente es ciertamente ingente.
Por ahora, toca arrimar el hombro y curar no solo la carne herida, sino también las heridas del alma.

No todo el mundo está preparado para hacer frente a la carencia y al dolor, a esta radical soledad humana de ver cómo todo cuanto amas se derrumba. Por eso, en estos días, predico a quien me quiera escuchar tres actitudes que, humildemente, conviene cultivar: la confianza en Dios, que no castiga, sino que acompaña al hombre en la vida y en la muerte; la fraternidad humana, el corazón abierto y la mano extendida hacia los sufrientes; el trabajo solidario, generoso, resistente y compartido. 


En estos momentos se vuelve imprescindible orar y trabajar y devolver a nuestro pueblo la certeza moral de que los días mejores están por llegar. El corazón creyente sabe que no todo está perdido. Algún día, quienes siembran entre lágrimas cosecharán entre cantares.

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