A través del ministerio pastoral, en la escucha paciente del despacho o entre medias de los carreteros recorridos, con parada y fonda en los caseríos perdidos de mi geografía lojana, entro en contacto con la soledad humana, siempre la misma, ya sea en los campos yermos que en las selvas de asfalto y hormigón. El hombre nace con corazón de soltero y su vida es un largo viaje, una lucha permanente entre su soledad radical y la necesidad de encontrarse con los otros. A veces, las decepciones y las heridas lo llevan a refugiarse nuevamente en la soledad del principio, al abrigo de una placenta artificial en la que vegetar y pasar los días… Una soledad así mata a cualquiera.
Hay soledades malas contra las que tenemos que reaccionar. La propia vida urbana, tan fragmentada y desmembrada, tan deshumanizadora por individualista, agrava el problema hasta el punto de convertirse en una enfermedad. A los vecinos apenas los reconoces y la relación se reduce a una ligera inclinación de cabeza en el ascensor. No es extraño que hoy nuestros grandes interlocutores sean la TV o el Internet. Usted puede elegir el canal adecuado, oír lo que desea y desenchufarlo en el momento preciso. Usted manda, pero sigue solo .
Pero, hay también soledades buenas, soledades sonoras de los poetas y, sobre todo, de los místicos. Las soledades del encuentro con uno mismo, con lo mejor de sí mismo, y del encuentro con Dios. Espacios en que el ser humano puede saborear sus pasiones, sus amores, sus lealtades…
Son los momentos de la lectura, de la música, de la reflexión, de la oración, de la contemplación del paisaje, en los que la vista se puede perder o concentrar en los horizontes del alma. Son los espacios y los momentos imprescindibles que nos humanizan y nos abren a la trascendencia de una vida que, por sí misma, tiende a opacar lo humano.
Pienso en los políticos, tan agitados por los vientos del poder; en los ejecutivos, enfundados en sus trajes italianos y en sus corbatas de Hermes, atentos a los indicadores de una economía que controla su tiempo, su adrenalina y, en definitiva, su vida; pienso en nuestros jóvenes, perdidos en los circuitos del consumo y de la farra… Sobre todo pienso en ellos, que tienen el privilegio de vivir tan deprisa, sin saber las más de las veces qué dirección tomar. Y me pregunto si, realmente, tienen tiempo para contrarrestar esta marea agresiva de que, cada vez más, les hunde en el mareo de las satisfacciones inmediatas. A todos y, especialmente a ellos, me gustaría decirles que no se dejen consumir por el consumo compulsivo, por el éxito fugaz, por la rentabilidad a cualquier precio… En medio de la selva en la que estamos metidos, es preciso ser y crecer como personas, como hijos de Dios y hermanos de todos. Y, para ello, necesitamos espacios de soledad y de encuentro que nos permitan tomar el pulso de la propia vida y asumir compromisos que van más allá de esta codicia loca.
¡Ojalá que la soledad buena nos permita alzar el vuelo!