Sí, hay ciudades que convocan, que tienen magia. Hay ciudades que tienen un aire, un encanto que se esconde en las esquinas, que asoma tímido pero certero en los parques, que trasciende más allá de las calles, que marca a las personas. Hay ciudades que invitan a mirar la vida desde el bar o desde la ventana, que provocan descubrimientos en el mínimo detalle de un portón abierto, de un balcón que sobrevive, o en la luz que juega entre los árboles cuando está a punto de nacer la noche.
Hay ciudades que, pese al tráfago y a la premura, imponen un mandato de calma. Son distintas de las otras, de las que se perdieron en la sofocante aglomeración de todas las horas. Son distintas de las que apuestan al estruendo como signo. Hay unas que no han abdicado del sentido de vecindad, de cercanía, de cosa común de todos. Hay otras que inauguraron el anonimato y la desconfianza.
En las unas y en las otras hay problemas. En las unas y en las otras, el delincuente prospera y la autoridad se excusa y justifica. Pero en las unas, en las que convocan, los crímenes duelen como ofensa propia; en las otras, en las que repelen, son apenas episodio pasajero de la crónica roja, que se enfría con el siguiente escándalo.
¿Dónde está el secreto que distingue a las ciudades que convocan y a las que repelen?, ¿en el ‘desarrollo’ urbano, en la calidad de la Alcaldía, en el presupuesto municipal? Me temo que, además de todo eso, la diferencia sustancial está en la actitud de los vecinos, en el implícito compromiso de vivir con sentido de pertenencia, de apropiarse espiritualmente del espacio público, de mirar con pasión el paisaje conocido, de dolerse de las ruindades de cemento que construye la codicia, o de las estupideces que matan a una calle. Creo que las ciudades son su gente, y son el ánimo con el cual se vive en ellas. El hilo argumental no está en lo político, al contrario, está en algo que podríamos llamar ‘ética cívica’, que no es militancia por partido alguno, no, es sentido de comunidad, es eso que nos hace valorar el viejo y noble tejado, el parque limpio, la estética de lo público y el rigor de la autoridad en defensa del entorno. Es lo que nos impone responsabilidades y preocupaciones para que no se pierda del todo lo que nos dejaron los mayores.
Cuenca es una ciudad que convoca, que suscita esa ética cívica. La veo latente en la gente que pasea en el parque Calderón, en la perspectiva de los ríos y sus puentes, en las calles cuidadas, en las casas antiguas y en los edificios modernos. Cuando uno anda por Cuenca provoca pensar que las ciudades sí son para vivir, que son espacios en donde la gente sabe, sin decirlo, que forma parte de una sociedad estructurada, con sus tradiciones y proyectos, sus problemas y virtudes.
¿Es Quito una ciudad que convoca o que repele? ¿Tiene espíritu, o en ella impera solamente el gesto circunstancial que nace y muere al ritmo de las fiestas?