“No nos hemos vengado, Jonás, pero nos hemos salvado”. Así hablaba Adriana, la madre violada, al hijo que no fue capaz de vengarla, a pesar de desearlo intensamente. Es el clímax de la ópera “Adriana Mater” del escritor libanés Amin Maaluf. El autor del libreto, víctima de una guerra eterna, nos confronta con el misterio del odio y del perdón ¿Es valiente o cobarde el perdón? Adriana, habiendo sido violada, no quiso abortar. Ocultó al hijo su origen, aunque llevaba clavado en el alma el tormento de la duda: ¿qué sangre corre por las venas del hijo? ¿Será la sangre de una víctima más? ¿Será la sangre de un miserable verdugo? Los rumores del vecindario desvelan a Jonás el secreto de su nacimiento y la cercanía insospechada del progenitor que vuelve de la guerra.
En la escena del encuentro, el padre está de cara a la pared, fatigado y roto, incapaz de mirar de frente. El hijo le grita: “¡Date la vuelta, no puedo matarte por la espalda!”. Al descubrir que el padre está ciego, el hijo huye horrorizado y, cuando se excusa ante la madre por no haber sido capaz de matarlo, ella pronuncia las palabras mágicas: “¡No nos hemos vengado, pero nos hemos salvado!”.
He saboreado el texto de “Adriana Mater”. Y, en medio de tanta belleza, me he sentido perturbado por el odio y la violencia que nos rodean, tantas muertes crueles e inútiles que solo responden al instinto primario y brutal de la venganza. Muertes que cada día salpican los noticieros y los periódicos y que tiñen de sangre nuestros pueblos, barrios y conciencias.
Desde mi fe en el evangelio de Jesús, creo firmemente en el valor del perdón y de la reconciliación. Es imposible que el perdón florezca si no te sientes víctima con las víctimas y permaneces ajeno al dolor humano. Si en mi interior alimentara semillas de odio y de venganza, acabaría identificándome con los verdugos, perpetuando el círculo de la muerte y, así, quedaría prisionero para siempre.
Una sociedad pacífica solo puede nacer del corazón pacífico de los ciudadanos. Hay que desarraigar del interior de la persona los brotes del rencor, de la represión y de la venganza. La imagen del miserable sargento de la guardia bolivariana disparando a quemarropa contra el joven manifestante ha sido brutal, tanto como el régimen que empuja a la Policía a cazar jóvenes como si fueran conejos. En medio del dolor, pensando en el sicario, es fácil gritar “crucifícalo, crucifícalo”. Claro que quiero justicia y castigo, pero no seré yo quien pida que maten al asesino. Más bien deseo su arrepentimiento y rehabilitación. Ojalá que nosotros mismos tomemos distancia del mal y solidariamente sembremos el bien en el corazón de todos, de las víctimas y de los verdugos. A veces, solo nos queda el silencio y la espera. En cualquier caso, hay que estar del lado de las víctimas y saborear en el fondo del corazón el deseo del perdón.
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