Cuando el poder habla de cultura, me pongo en guardia. Cuando se hace literatura para alabar o se pinta para endiosar, me nace la certeza de que el fin de las libertades está cerca. Si la poesía es estribillo electoral, si el ensayo es propaganda, si la fotografía se reduce a materia prima de pancartas, entonces se afianza mi creencia de que la sociedad está condenada a la esterilidad, que la librería no será distinta de la oficina de un partido, y lo peor, sospecho, entonces, que el libro habrá caído en monumental descrédito, que será folletín, truco de propaganda, instrumento de la política coyuntural.
Si el poder habla de cultura, si decide sobre la cultura, y se asigna, con insoportable arrogancia, el papel de rector del pensamiento, habrá llegado el tiempo nublado de que hablaba Octavio Paz, porque cualquiera que sea el signo bajo el cual se pretenda someter a los que escriben, cantan, pintan o simplemente leen, será el signo trágico de la abdicación de la posibilidad de ser libres, de la negación de creer en lo diferente, o de no creer en nada. Será el tiempo en que quienes se dicen intelectuales habrán perdido del todo la vergüenza, y se habrán convertidos en acuciosos cortesanos, en “escribidores” o portavoces de cualquier proyecto, y en cajas de resonancia de todos los discursos. Se habrá perdido para siempre la posibilidad de articular la rebeldía, o la verdadera memoria, como el hilo argumental de la novela, o como la pincelada certera del cuadro. Habrá muerto aquello de que el pensador es crítico.
La cultura es, por definición, creación espontánea del individuo concreto. No puede ser, ni ha sido jamás, producto del poder. Ni debe ser herramienta para someter, ni argumento para convencer desde arriba, ni para vender felicidad electoral.
La cultura es cosa de las personas, asunto que fluye y prospera en la intimidad de las casas, en el secreto de las buhardillas, en la camaradería de las aulas, en el debate, en la pasión del que expresa lo que siente con entrañable acompañamiento de una guitarra, del que hace teatro, del que va al cine. La cultura es hija del que escribe sin compromiso y sin miedo, y del que se atreve a pensar distinto. No es hija de las consignas. Es resultado de la libertad.
La tentación de politizar a la cultura, de hacer de sus espacios oficinas públicas, es vieja tentación que existe desde que el mundo es mundo, porque de ese modo se instrumentaliza el libro y así la poesía o el teatro, o la novela se transforman en chistes políticos de mala factura.
La tentación es grande también para algunos autores, que viven ya no para crear con independencia y talento, sino para esperar el siempre tardío guiño de la simpatía ministerial. Claro que hay los otros, los que leyeron y practican ese gran atrevimiento contra el poder que es ‘El Hombre Rebelde’, de Camus.