Se sabía, desde un principio, que el proceso de paz con las FARC iba a tener enemigos. Los tenía antes de empezar; antes, aún, de que se conocieran los antecedentes secretos que aclimataron las conversaciones con un ingrediente: la disputa personal entre un expresidente y el presidente.
Se sabía que el proceso estaría rodeado por el escepticismo de muchos colombianos; que nos íbamos a mover, en ciertos momentos, entre la decepción y la rabia: conversar y negociar en medio del conflicto, buscar la paz sin salirse de la guerra, serviría para sostener que no se puede ni debe negociar con quienes siguen matando soldados y ciudadanos inocentes. Es decir, haciendo terrorismo.
Se sabía que, además del escepticismo comprensible de millones de colombianos, cultivado tras el fracaso de El Caguán, existiría una poderosa corriente militante, un pie de fuerza ideológico que no desperdiciaría oportunidad para desprestigiar el proceso. ¿Quién no sabía que el líder de esta corriente sería el expresidente Álvaro Uribe, un hombre indudablemente popular e influyente, obsesivo en sus odios, meticuloso en su belicosidad? En el gobierno Santos se sabía. Y puesto que se sabía, debió de haber sido más clara y constante la pedagogía masiva que explicara las dificultades del modelo de negociación y previniera contra los factores a veces desestimulantes de dialogar en medio del conflicto. Se sabía que los enemigos del proceso de La Habana no se estarían quietos, se moverían en todos los frentes de la propaganda. Y lo han hecho con despreciable falta de escrúpulos.
Pero la desventaja del Gobierno es que está obligado a decir la verdad sobre las mesas de La Habana. Tiene a la comunidad internacional y a los medios vigilando cada paso. La ventaja de los enemigos es que pueden mentir desvergonzadamente, meter miedo, hacer asociaciones delirantes sobre el inmediato futuro, disparar la artillería pesada de la propaganda y envenenar la buena fe de los colombianos. Es lo que con terquedad patológica no ha dejado de hacer el senador Uribe, lo que están haciendo sus seguidores al emplear todas las formas de lucha. No hay un solo método vedado en esta desaforada carrera, ni siquiera la criminalización del proceso y de quienes lo sustentan. Se trata de confundir a la gente buena de este país, llevarla a creer que la derrota militar de las guerrillas está a la vuelta de la esquina y que se obligará a los subversivos a la entrega de sus armas.
Tanta obstinación tiene el doble propósito de sabotear el proceso de paz y de conservar intacta una de las bases de sustentación a la derecha radical: la lucha antisubversiva. Con unas guerrillas desmovilizadas, más de la mitad de sus argumentos se les vendría abajo. No conseguiríamos la paz, es cierto, pero se habría desactivado uno de los dispositivos políticos de la guerra. Muchísimos en este país y en el mundo creemos en este futuro.