Los últimos ataques terroristas en París no han hecho más que confirmar algo que suponíamos, algo que notábamos cuando abríamos las páginas de los diarios y saltaban hacia nosotros los abominables actos de sangre cometidos por fundamentalistas en distintos rincones del planeta: que la gran guerra ya había empezado, que habíamos cruzado el umbral del tercer conflicto mundial, pero sobre todo, que esta nueva guerra nos involucra a todos, a quienes profesan una religión o creencia, a los no creyentes, a los habitantes del hemisferio norte o del sur, del oriente o del occidente.
A diferencia de las dos guerras mundiales que sufrió la humanidad en el siglo XX, esta es una guerra en la que participaremos todos sin excepción. Es la guerra del terror de cada día.
Desde enero de 2015, cuando se produjeron los ataques contra Charlie Hebdo, hasta los últimos episodios sangrientos de la semana anterior, contamos miles de víctimas alrededor del mundo por actos terroristas relacionados con grupos de fanáticos religiosos: Estado Islámico, Boko Haram, Al Qaeda, entre las organizaciones criminales más conocidas, pero, ¿en realidad estamos viviendo una “guerra santa”? ¿Si por esta cuestión de fe se están matando en Europa, el norte de África o los países árabes, por qué deberíamos pensar que se trata de un nuevo conflicto mundial?
La respuesta a la primera pregunta es quizá la más sencilla: No creo en una guerra santa y, por el contrario, creo que se trata de una perversa ambición destructora encubierta detrás de una cuestión de fe.
Lo que existe en realidad, como siempre sucede en los conflictos bélicos, es una conjunción de ambiciones desmedidas por el poder político y el dinero, y allí, entre todos los que se frotan las manos (porque estoy seguro de que se las frotan a pesar de los rostros que fingen dolor), se encuentran los fabricantes de armas (verdaderas potencias mundiales al servicio de los políticos más relevantes), los líderes de las grandes potencias mundiales (con aspiraciones de consolidación o recuperación política), y esos caudillos regionales que, con el cuento de la salvación eterna, aspiran una cuota más importante de poder y otra todavía más grande de dinero.
La respuesta a la segunda pregunta, aunque reviste mayor complejidad y un análisis más profundo, a simple vista también resulta evidente: esta es la guerra del terror, la de los atentados suicidas que nos estremecen porque cada vez nos son más cercanos, la de las matanzas en las calles de una importante capital occidental en la que podría haber estado cualquiera de nosotros o nuestros familiares o amigos, la batalla de las bombas que vuelan aviones comerciales, la de las matanzas en el café de la esquina, en el restaurante, en cualquier evento deportivo…
Y sí ayer fue París, antes Beirut, Gaza o Nigeria, pero en este fuego cruzado, a pretexto de la fe, de las presuntas palabras sagradas o de los pérfidos designios de algún dios, todos podemos ser las próximas víctimas.