A las puertas del inicio del nuevo periodo de Gobierno, una de las certezas que ya tenemos es que la política exterior del país seguirá la misma línea que ha tenido hasta ahora: la de escenificar los discursos “soberanistas” no sobre un tablero de ajedrez sino sobre un ring de boxeo. Cuando el Presidente afirmó que el canciller Patiño está “más que ratificado”, lo que entendimos es que el estilo antidiplomático estaba recibiendo la aprobación presidencial, que la erradicación de las ceremonias y formalidades propias del servicio exterior no tienen cabida en la idiosincrasia revolucionaria. En su lugar, la desvalorización de la cortesía, el atropellamiento de las convenciones, el desconocimiento del lenguaje diplomático, todo aquello que según el Régimen caracterizó a la época de las ‘momias cocteleras’.
E ste cambio “revolucionario” se advierte en la retórica de la recuperación de soberanía, a la que se confunde con la espectacularidad de los desplantes y con el discurso fervoroso y ardiente contra enemigos y adversarios, con los que no se quisiera convivir y a los cuales, de ser posible, se debería eliminar; al contrario, la soberanía no se construye sobre la eliminación de los otros, sino que se pone a prueba en la capacidad de convivencia con quienes no comparten sus propios puntos de vista, en la defensa de principios, sin que ello signifique la anulación del adversario. El Régimen viene haciendo gala de su particular forma de entender la soberanía con su lógica de construir enemigos internos y externos; en esta fórmula todo es confabulación y calumnia contra el poder, todos quienes no comparten su postura política son terroristas o pueden ser encausados por rebelión o traición.
El buen trato entre Estados y con sus ciudadanos es, contrario a lo que cree la idiosincrasia revolucionaria, la mejor señal de soberanía: indica el respeto a sus interlocutores, el reconocimiento de que los otros estados o sus propios ciudadanos no necesariamen te comparten las mismas ideas, cosmovisiones o costumbres de quien ejerce la jefatura de Gobierno. La diplomacia es una construcción civilizatoria que busca la contención cuidadosa de las propias emociones, en una representación donde están en juego intereses de magnitud mayor a los conflictos y traumas personales de quien ejerce el poder.
La re ivindicación de la guachafería por encima de la cortesía y ceremonial propias de la diplomacia no hablan de ninguna recuperación de soberanía, hablan seguramente de su declive, dejan translucir debilidad y no fortaleza. La política contemporánea juega en medio de posturas diferenciadas que deben saber dialogar y entenderse; justamente por ello, el buen trato diplomático es la forma moderna y no cavernaria de ejercer la soberanía.