Después de algunos años he vuelto a leer una novela española que, en su momento, dio mucho que hablar a la crítica especializada. Su autor es un catalán que hoy ocupa uno de los primeros lugares entre los creadores de la más reciente literatura de su país, eclipsada en los años sesenta por la extraordinaria producción de los latinoamericanos: se llama Javier Cercas y la novela que me ha llamado nuevamente es “Soldados de Salamina”.
Escrita como si no fuera una novela, narra en primera persona las peripecias de su autor para encontrar a los personajes de un hecho que parecería anodino, ocurrido en los días finales de la República, cuando los sublevados de Franco ocupan Barcelona y van desalojando de sus alrededores a los restos de lo que fue el Ejército republicano. El personaje central no es imaginario: se trata de uno de los primeros falangistas, amigo íntimo de José Antonio Primo de Rivera, ideólogo y agitador: Rafael Sánchez Mazas. Al estallar la sublevación, pomposamente consagrada bajo el nombre de “Alzamiento”, Sánchez Mazas se encuentra en Madrid y queda atrapado dentro del territorio controlado por la República; se asila en la embajada de Chile y fuga después, pero va a caer en manos de los republicanos de Barcelona. Recluido en un antiguo convento que se ha convertido en cárcel, es condenado a morir cuando ya las líneas del frente han caído y sus captores se preparan para salir hacia Francia. No obstante, se salva del fusilamiento gracias al desorden, y se esconde en el bosque: allí le encuentra un soldado republicano que sin embargo le deja escapar.
Más allá de la narración, capaz de mantener en vilo al lector mientras avanza en las 200 páginas de la novela, aquí y allá hay reflexiones que trascienden los hechos y al ser leídas desde el mirador de nuestro presente, parecen premonitorias. Se habla, por ejemplo, de la desilusión de los fundadores de la Falange, que advierten muy pronto su fracaso “porque el cóctel expeditivo de su doctrina que era una amalgama brillante, demagógica e imposible […] iba a acabar diluyéndose en una aguachirle gazmoño, previsible y conservador”. Así, aquellos fundadores de la Falange a quienes burló Franco después de haberlos utilizado, se encontraban ante una disyuntiva: “Denunciar la flagrante discrepancia entre su proyecto político y el que gobernaba el nuevo estado o convivir con la menor incomodidad posible con esa contradicción y aplicarse a rebañar hasta la más mínima migaja del banquete del poder”.
Alguna vez escuché a un alto funcionario, economista de profesión, regodearse ante sus colegas haciendo gala de no haber leído nunca una novela, porque, según decía, solo leía obras de importancia. El pobre hombre, que desde luego inspiraba compasión, no sabía que la única manera de comprender hasta sus entresijos a ese extraño ser que es el hombre, pasa necesariamente por las grandes novelas. Lo entendería si se diera el trabajo de leer “Soldados de Salamina”: así podría aleccionarse sobre el presente.