En la Plaza de Tiananmen –Pekín- hace 25 años millares de jóvenes chinos lucharon por instaurar la libertad en el país. Fue una aventura que se saldó brutalmente con miles de muchachos aniquilados.
Hoy es diferente. Quienes ocupan las calles y plazas en Hong Kong no padecieron el maoísmo ni la malsana estupidez del colectivismo. Esos habitantes rechazan ser gobernados dictatorialmente por los apparatchiks del Partido Comunista.
Han vivido sin miedo. Se asocian libremente. En 1997, cuando Londres entregó Hong Kong a China, el acuerdo era un país, pero dos sistemas. Hong Kong seguiría siendo una democracia liberal.
Las protestas de Hong Kong son más peligrosas, aunque ocurran lejos de Pekín. Las de Tiananmen fueron aplastadas sin que por ello se pagara ningún precio económico grave.Hong Kong, en cambio, aunque es una excrecencia geológica de algo más de mil kilómetros cuadrados, con el 0.5 de la población de China –siete millones frente a 1 300 millones-, canaliza el 11% del comercio del país, posee reservas por cuatro billones de dólares (trillones en inglés), un per cápita cuatro veces mayor que el de sus conciudadanos, y la pobreza casi erradicada. Entrar a saco en Hong Kong sería destruir la vitrina económica de China y una demostración de la peor irracionalidad e inmoralidad posibles.
El éxito económico de Hong Kong es uno de los milagros sociales de la historia contemporánea. Más aún: el cambio del modelo económico de China continental no se debió tanto al fracaso del disparate marxista-leninista, como al éxito de hongkoneses, taiwaneses y singapurenses, tres enclaves chinos que demostraron cómo la economía de mercado, el comercio libre y la propiedad privada podían desarrollar a un país en el curso de 20 o 30 años, pese a carecer de riquezas naturales y vivir amenazados por un gigante hostil con un Ejército formidable.
Mao, como fundador cruel de la colmena colectivista, murió sin dar su brazo a torcer, sin importarle las decenas de millones de personas que fusiló o mató de hambre con sus necios inventos falsamente desarrollistas, pero sus sucesores tuvieron el sentido común de imitar, aunque fuera parcialmente, a los chinos exitosos del planeta.
El notable desarrollo de Hong Kong se debe a la terquedad liberal del escocés Sir John Cowperthwaites, seguidor de Adam Smith, quien a pesar de la corriente estatista intervencionista imperante en el mundo tras la derrota de nazis y fascistas en 1945, prefirió, según su lema: confiar en la mano invisible del mercado más que en los dedos torcidos de los burócratas.
Es una lástima que los excomunistas, de Pekín, que ya no son otra cosa que una organización mafiosa de operadores políticos afincados en la policía y el Ejército para esquilmar a los trabajadores chinos, no se atrevan a aprender la otra lección de Hong Kong: se puede ser ricos y libres. Ellos lo son y están dispuestos a defender esas conquistas.