Seguir de cerca la campaña electoral estadounidense me ha ayudado increíblemente a entender lo frágil que puede ser la democracia, aún en uno de los países más democráticos y más liberales del mundo. Y cómo, demagogos, autoritarios y aspirantes a déspotas pueden usar fácilmente las instituciones de esa misma democracia para conspirar contra ella. Nosotros -como diría Jorge Lanata- ya pasamos por todo esto. Ya usaron las instituciones democráticas en contra de la libertad y ya desfiguraron el sistema los suficiente como para que quede sólo la carcasa de democracia o lo que el académico Steven Levistky apropiadamente llama “autoritarismo competitivo”.
Este es nuestro día a día. Ahogaron lenta pero sostenidamente las instituciones formales e informales que sostenían el frágil edificio de una democracia hasta nublar sus formas, hasta llenar de lodo todo los que se asemeja a transparencia o decencia. Y no sólo me refiero a las funciones del Estado que ya no tienen ni independencia, ni autonomía sino mucho más grave aún, al papel que debía jugar la prensa para libremente investigar, develar casos de corrupción y llamar las cosas por su nombre, vía análisis y opinión, insistiendo en los casos -o como diría AP- vía “linchamiento mediático”. Donald Trump y los republicanos optaron por una sistemática campaña para desacreditar a los medios, especialmente a los más serios; al punto que sus partidarios han empezado a agredir física y verbalmente a periodistas. Nosotros… ah nosotros, siempre más pirómanos, fuimos más lejos. A una Ley de Comunicación que en términos reales funciona como un bozal para la libertad de expresión, se suma un Consejo Nacional Electoral mandando cartas admonitorias y señalando el 6 de septiembre del 2016 como inicio de la campaña. Un Código de la Democracia, que en su artículo 203, tiene un inciso que dice “Los medios de comunicación social se abstendrán de hacer promoción directa o indirecta que tienda a incidir a favor o en contra de determinado candidato, postulado, opciones, preferencias electorales o tesis política”. Todo lo cual es nefasto para la democracia, porque –en esencia- todo puede influir y debe influir en una campaña electoral.
Indignante, pero lo peor no son las leyes que atenazan a la democracia y a la libertad, sino la total ausencia de un mínimo de ética en la vida política nacional. Este es el peor legado de esta década: la ausencia de la mínima decencia. Si quedara algo de ética, no tendríamos un candidato que recibió dinero del Estado por un cargo en Naciones Unidas que debió ejercer desde su casa y ad-honorem. Si quedara algo de ética tampoco tendríamos un vicepresidenciable que plagió su tesis. Pero no queda y, lo que es peor, no se puede decir nada al respecto. En retrospectiva, nosotros tuvimos nuestro Trump hace 10 años y no lo vimos venir. Los ecuatorianos tendremos que arreglárnoslas solos y sin instituciones libres para enderezar el rumbo.