Cinco años después de desatada una de las guerras más despiadadas de este tiempo, la comunidad internacional logró un alto el fuego.
A la medianoche del viernes, más de 100 facciones guerrilleras de distintos signos y el régimen de Bashar al Assad anunciaron el cese temporal de hostilidades.
Las cifras de muertes son asombrosas. 260 000, contaba Naciones Unidas hasta hace 18 meses. Otras fuentes llegan a
300 000 personas fallecidas. La mitad de los 22 millones de habitantes emigró a Turquía, Líbano y un millón llegaron a Europa.
El gobernante laico heredó prácticamente el poder de su padre y, a pesar de las simulaciones de comicios, nadie ha podido destronarlo de ese poder sustentado antes en la fuerza de las armas suministradas por la Unión Soviética y hoy por Rusia.
Las facciones guerrilleras tuvieron distintos apoyos internacionales y sus ataques fueron tan terribles como terrible la represión y respuesta del Ejército regular.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que el viernes aprobó por unanimidad el acuerdo de alto el fuego, no pudo antes lograr apoyo para una intervención militar (Ecuador se abstuvo de votar en 2012) que hoy aúpan Rusia, Estados Unidos, Arabia Saudita y otros países.
La posterior incursión en territorio sirio del temible Estado Islámico (EI) llevó a Vladimir Putin a una postura más activa que desató un contundente poder aéreo contra el yihadismo fundamentalista.
Esos bombardeos acosaron posiciones de los invasores hasta minutos antes del alto el fuego alcanzado este viernes.
Lo triste de todo es que acaso una semana no sea tiempo suficiente para las negociaciones entre el Régimen y los guerrilleros, mientras los dos frentes poderosos (uno de ellos, EI) seguirá sus embates.
Este panorama acaso no garantiza que el alto el fuego sea una puerta definitiva para frenar el conflicto militar interno de mayor impacto y sangre de este tiempo.