El presidente de Brasil, Michel Temer, declaró e a la conocida revista The Economist: “Prefiero ser impopular a ser populista”. Una frase que, más allá de los debates teóricos y políticos en torno a los alcances y la pertinencia de la categoría de “populismo”, genera un interrogante fundamental: ¿qué dirigente político podría darse el lujo hoy en día de ser impopular?
Quizás pueda aventurarse que sólo alguien que llegó al poder de la forma en que lo hizo Temer, a través de un proceso de impeachment que destituyó a la presidenta constitucional y “popular” Dilma Roussef, podría darse el lujo de hacer semejante afirmación en público.
La popularidad es sin dudas central, más aun en tiempos de grandes manifestaciones públicas y movilizaciones como las que vemos a diario en la región, y que no sólo influyen de manera significativa en la opinión pública, sino que construyen legitimidad política y social. Probablemente si Temer estuviera ante el escenario de una inminente campaña presidencial, podríamos intuir que quizás no desdeñaría tanto al populismo, y por el contrario, dedicaría generosas horas de su valioso tiempo a construir popularidad.
Sin embargo, aun sin la perspectiva de una campaña electoral, para alguien a quien le toca gobernar en tiempos tan difíciles y, más aún, para quien no parece tener una buena imagen entre el pueblo, debería ser un motivo de preocupación durante el período que le resta gobernar, no por mero ego, sino porque su vínculo con la ciudadanía se debe precisamente a un compromiso de representatividad en el que la empatía y la confianza es un componente central.La estrategia “explícita” de Temer de posicionarse como un dirigente despreocupado por el qué dirán y alejado del “fantasma” de la corrupción que contaminó a gran parte de la clase política brasilera puede haberle servido para tomar medidas difíciles de ajuste en el corto plazo, aún a riesgo de no simpatizarle a las grandes mayorías.
Pero, a mediano y largo plazo, parece muy peligroso para quien gobierna un país con más de 200 millones de habitantes, y que parece olvidar que el apoyo ciudadano tiene un peso importante en el camino de la gobernabilidad, y que para conseguirlo, necesariamente hay que dialogar con la sociedad, tratar de generar empatía y, sobre todo, escuchar y procurar satisfacer demandas y expectativas.
El halo peyorativo que rodea al populismo es propio de estos “nuevos” tiempos a los que asistimos. Pero mucho cuidado, la estrategia de los gobiernos y líderes que fundamentan exclusivamente su legitimidad en el “espejo retrovisor” del pasado puede ser muy efectiva en el corto plazo, pero en algún momento no tan lejano este “crédito” se agota, y demanda la construcción de una propia identidad que apele mucho más allá de la razón y movilice emotivamente a la ciudadanía en torno a objetivos compartidos.