Para la gestión del aparato público, el Gobierno de Ecuador requiere de casi 7 250 servidores de nivel jerárquico. Es decir, funcionarios en puestos de trabajo estratégicos -gerencias, direcciones, secretarías, ministerios- dispuestos a tomar decisiones complejas que aporten al desarrollo del país.
En la búsqueda y conformación de ese equipo, la confianza o cercanía que tenga una persona con los funcionarios del Gobierno o con los líderes del partido político que haya ganado las elecciones no pueden ser suficientes credenciales para ocupar uno de esos cargos.
Se requiere de una capacidad técnica y experiencia profesional que garanticen una gestión eficaz, orientada al servicio.
Es verdad que cada nuevo Gobierno tiene derecho a imprimir su huella y garantizar a sus electores una coherencia con lo que ofreció en campaña y los principios que sostienen su propuesta.
Pero eso no puede implicar el secuestro deliberado de las instituciones oficiales para la repartición de cuotas políticas sin beneficio de inventario. Al menos no en
un gobierno maduro, que defienda un sistema democrático.
Esas prácticas han sido propias de gobiernos con tintes totalitarios, cuyo interés principal no es servir. Más bien es responder a intereses propios y sobre todo perpetuarse en el poder.
Para esos regímenes es clave mantener a una burocracia funcional al partido oficialista, a un proyecto, o incluso a un caudillo de turno. Así, ante un cambio de Gobierno o el reemplazo de ese líder, pueden mantener el control y desde esos puestos claves hacer oposición, boicotear al nuevo Gobierno o incluso utilizar información estratégica para reducir su capacidad de acción.
El romper con esas estructuras enquistadas especialmente en mandos medios es imperante si se quiere -como se ha advertido en la actualidad- hacer un gobierno al servicio de los ciudadanos. El tiempo apremia.