Había una vez, un país muy, muy lejano, llamado Zimbabue, donde gobernaba el hígado de un señor de apellido Mugabe. Resentido y colérico, como buen hígado, sus decisiones no emanaban de la lógica, la planificación o la aplicación racional de una ideología, sino de la espontaneidad de los instintos, y el furor de las emociones. La furia del hígado de Mugabe no era gratuita, la historia del país le permitía identificar un colectivo cuyos antepasados habían velado excesivamente por sus intereses. Al momento de la independencia, el 70% de las tierras cultivables estaba en las manos de una minoría blanca de 1% de la población.
La redistribución de las tierras era necesaria, así como un proceso de apoderamiento de las clases sociales menos favorecidas y las etnias negras olvidadas durante siglos.
Pero poco saben las vísceras de la prudencia. Durante años el discurso que salió del hígado era amargo, escandalizado y lleno de odio. Su voz hizo eco en los hígados del resto del país; las reformas se estigmatizaron con un aura de venganza, de reivindicaciones necesarias para el orgullo.
La emotividad hizo que las posiciones se radicalicen. Tan fuerte fue el discurso del hígado, que la gente llevó a cabo las reformas sin considerar cánones básicos de justicia, sin aplicar bien la ley y sin nociones buena economía. Se expropiaron las tierras con violencia bárbara sobre los antiguos propietarios. La reforma ‘Fast-track’ se aplicó de forma tan atolondrada que no se puso suficiente atención para evitar que la corrupción se inmiscuya. La tierra se ferió sin considerar si los nuevos propietarios tenían conocimientos de administración suficientes, sin poner atención a las economías de escala que hacían de los productos zimbabuenses competitivos, etc.
Los resultados fueron catastróficos, Zimbabue era en el 2001 el sexto productor mundial de tabaco; ahora su producción se redujo en dos tercios. El país antes apodado la “canasta de pan” del sur africano, ahora atraviesa una hambruna, en donde el 45% de la población sufre malnutrición.
Como los hígados no consideran errores, ni atienden a los argumentos de los demás, el Gobierno se fue contra uno de los blancos favoritos de las vísceras, la prensa. Se desmanteló la prensa interna y se expulsó a los medios extranjeros. Al punto en donde hoy es casi imposible determinar la amplitud de la crisis.
Moraleja: los hígados son pésimos gobernantes, puesto que el motor de los proyectos gubernamentales se vuelven las emociones de reivindicación, más que los resultados a futuro.
¿Suena familiar esta forma de gobierno visceral? No me refiero a algunos países caribeños en donde los hígados han tenido un peculiar acceso al Gobierno. Más cerca, cerquita; apuesto que en su mente la imagen del hígado en cuestión ya está evocada.