Eran los ochenta y al ritmo de la nueva trova, desmantelamiento de las dictaduras en el sur del continente, gobiernos democráticos que ascendían al poder, se fraguaba todo un movimiento que, a la vez que se deleitaba con los éxitos del “boom” latinoamericano, rebuscaba en los manuales cepalinos y en los escritos de la ortodoxia del marxismo, en su persistente intento de encontrar las fórmulas mágicas que hicieran que el continente despegara, que desterrase la pobreza de esta parte del planeta, que permitiesen la edificación del paraíso en donde no habría carencias y todos disfrutasen de un bienestar idílico, en que no habría más necesidades insatisfechas. El sueño duró muy poco.
La experiencia de intentar repartir riqueza sin previamente crearla resultó en un fracaso estruendoso y, uno a uno, los países fueron devorados por escaladas inflacionarias que pauperizaron más aún a los más pobres, dejando una estela de frustración en contra de los regímenes que emergieron de las urnas. Se dio por llamarla la década perdida, en una etapa negra en la historia de América Latina, en donde la mayoría de los países cayeron en pozos profundos de los que les costó mucho esfuerzo salir. Luego vino el momento de los ajustes. Lastimosamente acompañados, en varias ocasiones, de procesos en que las ventas de bienes públicos no fueron lo adecuadamente transparentes, lo que a su vez permitió que emerjan nuevos favorecidos de una riqueza súbita que, en no pocos casos, se volvía en afrenta para las mayorías.
Todo esto fue incubando un malestar general que fue el caldo de cultivo apropiado para el surgimiento de regímenes populistas que, esgrimiendo la bandera de la supuesta reivindicación, lograron un control total de las instituciones de sus países, poniendo a andar las viejas teorías que se demostraron ineficientes para conseguir el desarrollo adecuado de los pueblos y la mejora de su calidad de vida. Se ha visto como países de una extraordinaria riqueza, con vastos recursos naturales y humanos, han caído en una inercia inflacionaria y en desabastecimientos crónicos que golpean las condiciones de vida de la población.
Las clases dirigentes formadas en los tiempos de los discursos de barricada encontraron la oportunidad de hacerse del poder y mostrar sus intenciones poco democráticas, habida cuenta de que jamás creyeron en un modelo político de representaciones al que siempre detestaron, de no desprenderse del mismo y mantenerse en él a costa de las mismas prácticas viciadas de los políticos que les antecedieron y a las que juraron combatir.
Los libertarios de ayer, censores de hoy, reeditan la vieja dialéctica entre los que buscan sostener el status quo que los beneficia y aquellos que, desde otra visión, pretenden impulsar una distinta concepción del manejo y administración de lo público. El mundo se estancó a su alrededor. No observan que la modernidad y el desarrollo de los pueblos transitan por otras vías, en las cuales no existen visiones únicas y omnipotentes que pretendan abarcarlo todo.
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