Se ha dicho que el triunfo electoral de Hugo Chávez, el domingo anterior, tiene varias explicaciones. Se ha señalado que el candidato oficial tuvo más espacio que su opositor para hacer propaganda política; se ha dicho que existió un voto cautivo de casi 2.5 millones de personas que trabajan en el sector público venezolano y que votan por Chávez para proteger su empleo; se ha afirmado que la oposición, por no mostrarse demasiado beligerante con el Gobierno, envió un mensaje confuso al electorado, uno que terminó favoreciendo a Chávez.
Aquellas son explicaciones plausibles pero no razones de fondo que permitan entender por qué los venezolanos eligieron nuevamente a un gobernante que ha empeorado las condiciones económicas y sociales en que viven. (Entre 1998 y 201l el empleo industrial cayó en 35%; la producción petrolera disminuyó en 19%; los asesinatos crecieron en 459%; el poder adquisitivo es el mismo que en 1966; y la inflación de aquel país está entre las más altas del mundo).
Lo que ocurre en Venezuela –cuyo destino puede ser también el nuestro– nos hace pensar que las democracias modernas, tan permeadas por el marketing y la publicidad, se han convertido en espacios donde prima más la intuición que el raciocinio. De ser así, el ideal platónico preconizado en ‘La república’, que dice que las sociedades sí pueden ser gobernadas mediante la razón, estaría en serio entredicho.
Esto es precisamente lo que se hace en ‘The Righteous Mind’, un libro que asegura que las personas forman sus convicciones más fuertes –las religiosas y las políticas– mediante un proceso instintivo antes que razonado.
Jonathan Haidt, autor del mencionado libro, preguntó a una serie de personas si creía correcto que un hermano tuviera sexo consentido con su hermana, siendo ambos adultos solos y en perfecto uso de sus capacidades mentales. Muchos consideraron esa posibilidad claramente inapropiada, pero pocos pudieron presentar argumentos para sustentar aquella conclusión.
Lo mismo ocurre en la arena política, dice Haidt. Las personas aplauden y se adhieren a discursos políticos no porque hayan sopesado sus premisas y conclusiones, sino porque lo que escuchan les parece intuitivamente correcto. Es el instinto el que determina, en primer lugar, las creencias de las personas y luego ellas buscan razones que apuntalen aquellos instintos, asegura Haidt.
¿Quiere decir esto que las democracias serán pasto de populismos y demagogias cada vez mayores? No, dice Haidt. Pero los políticos deben entender que para promover la razón en la política hay que comprender mejor los sentimientos e intuiciones de las personas. Sólo así los populistas petroleros podrán ser vencidos en las urnas.