La de Neil Young (Toronto, 1945) es una apuesta por los extremos, una postura frontal por el rock ruidoso y por la delicadeza, al mismo tiempo y en una especie de simbiosis artística. A pesar de lo anterior con Neil Young no puede haber puntos medios o zonas grises: a veces roquero estridente, a veces trovador melodioso. A veces a cargo de una guitarra eléctrica estrepitosa y aguda con sus colegas de Crazy Horse, las otras (veces) al cuidado de cada nota de una guitarra de cuerdas plásticas, cantando casi canciones de cuna en una especie de invocación a los arcángeles. Es como si en el Neil Young de carne y hueso cohabitaran varias personas: el activista político, el músico que se mea en la sopa del rey, lo acústico y lo eléctrico, lo conservador y lo vanguardista, lo ensordecedor y lo apacible. Con qué facilidad puede transitar desde los ruidos más penetrantes hasta lo más conmovedor. Con qué desenvoltura puede usar su extraña voz histriónica para trastornar a la audiencia. ¿Con qué saldrá Neil Young ahora, qué tendrá entre manos, qué estará tramando en estos momentos?
Para mí, al menos, el atractivo de Neil Young radica precisamente en su impredecibilidad, en su filosofía de nada que perder, en su etos de nunca adelantar una pista sobre su próximo paso, en su propensión a nunca dar por perdida una pelota, en su dualidad como aparente forma de provocación.
Me encanta cómo suda la camiseta, cómo le mete riñones a la cuestión, cómo detrás de sus desordenadas greñas y de sus camisas de cuadros anida el verdadero espíritu del rock: un par de guitarras eléctricas, un bajo y una batería (a veces una armónica). Cero aspavientos. Cero afectaciones. Cero excesos.
Así, me lo imagino manejando su Pontiac de 1953 desde Canadá hasta Los Ángeles para formar Buffalo Springfield con su amigo Stephen Stills (en un auténtico ‘road movie’). Me lo imagino en el escenario con Crosby, Stills, Nash and Young (que buen nombre para una oficina de abogados. Tomar nota). Me lo imagino precursor del movimiento ‘grunge’ de Seattle, mentor de bandas como Pearl Jam, Soundgarden o Nirvana, admiradores todos de sus ruidos crudos, punzantes y afilados en los años noventa.
Pero si Neil Young tiene una constante, un mínimo común denominador como decían en el colegio, ese factor es su poesía, su cuidado por la palabra más apropiada, por la meticulosidad del ritmo de las letras, por su cadencia y conformidad con la música. Parece guardar una especie de obsesión por los conceptos más clásicos de la lírica, como la indescifrable fuerza de los vientos, la elegancia inmemorial del plenilunio, el cielo, la lluvia y los pájaros, las nubes y las sombras.