Acabo de ver la primera semifinal del Mundial. Alemania, casi entrenando, a media marcha y con esa precisión de balón que siempre ha sido suya, castigó como nunca a Brasil, el local, el anfitrión, el equipo del ‘juego bonito’ que hace mucho lo perdió y que había organizado esta copa para ganársela como fuera, para dejarla en su casa y exorcizar así, por fin, la sombra del ‘Maracanazo’: el fantasma de esos dos goles uruguayos que el 16 de julio de 1950 enmudecieron a un estadio y a un país.
Pero así es la vida, así es el destino implacable e irónico del fútbol: un país que vive por y para la pelota, un equipo que ha levantado la copa del mundo más veces que todos los demás, parecería estar condenado a pagar con lágrimas y sufrimiento esos triunfos y esas alegrías.
Que me perdonen los brasileños, pero su música no debería ser la samba sino el tango. Y de alguna manera lo es, muy en el fondo; de una manera descabellada y absurda. Y si no es el tango por lo menos es el fado (el fatum, el destino o la suerte y su ausencia): como si la samba fuera un fado más rápido y movido, pero que en sus pliegues tan festivos oculta una tristeza y una nostalgia muy profundas.
Esta vez, además, Brasil se hizo odiar por todos, no solo por los argentinos que viven para eso; también para eso. Desde el primer partido con Croacia, cuando se vio que los árbitros iban a estar de su lado. Y luego, cuando el mundo empezó a indignarse, partido a partido, por ese fútbol mezquino con el que los presuntos herederos del ‘juego bonito’ –por favor– no hacían más que despreciar el balón, lanzándolo al aire como si les quemara los pies.
Hasta en Colombia, donde siempre, para los mundiales, profesábamos una ingenua e irracional adhesión a la Selección de fútbol de Brasil como si fuera nuestra, hasta en Colombia estuvimos en su contra esta vez. Para nosotros la derrota brasileña era un acto de justicia poética porque fueron ellos quienes nos sacaron del Mundial.
Habrá quien se pregunte por qué tanta saña contra Brasil esta vez. Ellos mismos parecían no entenderlo; y así perdieron, impotentes y aturdidos. La respuesta, muy simple: lo único que tenía que hacer Brasil en este Mundial era jugar bien, mejor que nunca. Lo que todos vimos, en cambio, fue a un equipo tacaño y arrogante, malintencionado.
Un equipo que con cada jugada ofendía a quienes aprendieron a quererlo en el mundo entero, un equipo que en otros tiempos le enseñó al fútbol que lo importante no es ganar o perder sino saber jugar: jugar bien, jugar bonito. Habrá quien diga que con ese romanticismo de esquina no se ganan los mundiales. Quizá. Pero ahora sabemos que con pragmatismo tampoco.
Mi escritor brasileño favorito es José Lins do Rego. Suya es la mejor crónica sobre el ‘Maracanazo’, un día después, en la que dice: “Vi a un pueblo con la cabeza gacha, con lágrimas en los ojos, sin habla, abandonar el estadio… Toda la emoción de los primeros minutos del partido reducida a la pobre ceniza de un fuego apagado…”.