Frivolidad

Entre la crisis de valores que aqueja a la sociedad de nuestro tiempo, se cola, como opción y referente, la frivolidad. La tendencia en casi todos los aspectos de la vida es la liviandad. La actitud populachera, barata e insustancial copa espacios impensables. El estilo parrandero y festivo ha desplazado a lo que debería estar marcado por un mínimo de racionalidad. No se trata, por cierto, de que la existencia sea un enorme bostezo, ni un convento regido por rigores de claustro, pero tampoco es posible que sea un baile de máscaras, y que no trascienda de los bombos y platillos, ni del ritmo discotequero que nos aliena.

Bromistas y arlequines proliferan desde hace años, suscitan carcajadas y hacen de la cultura un rito gestual, taquillero, "divertido" y cursi. En Venezuela, por ejemplo, han transformado a la política en una gran mascarada que oculta verdades enormes, como la inflación, la violencia y el descalabro económico. Y, curiosamente, lo que fue chanza e improvisación llanera en los capítulos de "Aló presidente", ahora, desaparecido el caudillo, va tomando aires de religión, de cruzada e iglesia, con sus íconos, sus velas encendidas, sus milagros y sus aparecidos. La frivolidad se ha convertido en ideología y en plan de Gobierno.

Lo grave ciertamente es que los bromistas, al estilo de Maduro, que son buenos actores en las campañas, cuando enfrentan la verdad desde el Gobierno, se convierten en férreos artífices de sueños comunitarios que terminan en irreparables descalabros, como el que se advierte en la Venezuela petrolera y endeudada. Acosados por la dura cara de la economía, por el fracaso de las teorías y los discursos, no dudan esos mismos bromistas en cambiar la historieta, las revelaciones y los pajaritos, por dianas de cuartel y marchas milicianas y por el ejercicio duro y radical de la voluntad de poder. Vieja historia esta de la rápida migración que sufren los caudillos desde el chiste de campaña, al ceño fruncido, a la orden inapelable del juez supremo, al silencio impuesto desde arriba.

En todo caso, la frivolidad va ganado la partida en esta "cultura del espectáculo" cuya radiografía hizo Vargas Llosa en un libro genial. Cultura -o anticultura- que pasa por la política, por las universidades, por la noticia, por el arte, por lo que queda de la familia. "Cultura" en fin, que marca la vida, y que ha hecho del entretenimiento la principal institución de las sociedades modernas, habitadas, con excepciones, por seres aburridos, consumistas dispendiosos, ciudadanos de la televisión y público ansioso de nuevos episodios, masa de espectadores que necesitan acción y emoción en el ring, donde se resuelven las disputas y la suerte de todos.

¿Será posible que coloquemos a la frivolidad en su sitio y que entendamos que ni la vida ni la política pueden reducirse al eco vacío de una carcajada?

Suplementos digitales