La anécdota la había leído en un extraordinario libro escrito por doña Alicia Coloma de Reed. El famoso pianista polaco de origen judío, Arthur Rubinstein (1887-1982) se presentó en el Teatro Sucre de Quito con algunas dificultades logísticas, superadas en poco tiempo, pero que no opacaron su formidable talento en el escenario.
“El recital estuvo a punto de fracasar. Rubinstein acudió al Teatro Sucre dos horas antes del recital para probar el piano, un magnífico Steinway de concierto, y lo encontró completamente desafinado. La sorpresa suya y la nuestra fue muy grande, pues el piano había sido afinado temprano en esa misma tarde. ¿Cancelábamos el concierto? Ni pensarlo. Acudimos pues sin perder un momento al gran afinador don Aparicio Córdova, quien rápidamente dejó el instrumento a punto, fue un acto de sabotaje, pudimos identificar al saboteador frustrado: era un nazi residente en Quito que trató de que fracasara la presentación de Rubinstein”.
El mismo Alexander había escrito un poco antes una anécdota que le ocurrió al director de Orquesta hindú Zubin Mehta, en su afán de interpretar en Israel música de Richard Wagner, el compositor alemán preferido de Hitler.
La primera vez que Mehta interpretó música de Wagner, la Policía tuvo que sacarlo de la sala de concierto para evitar que fuese atacado físicamente por el público. Nunca más ese director pudo seguir dirigiendo música de Wagner en Israel.
Alexander se pregunta si acaso hay acordes burgueses y acordes marxistas leninistas. “A qué absurdo nos conduce el fanatismo de cualquier religión, en este caso de la religión comunista”. Estos apuntes los escribió este personaje en el desaparecido diario El Tiempo de Quito entre 1979 y 1983 y están recopilados en la colección ‘Letras en la prensa ecuatoriana’ editado por el Consejo Nacional de Cultura con la inteligente dirección de Irving Zapater, quien explica que estos textos se editan desde hace tres años para recuperar las piezas perdidas de nuestro periodismo de opinión en el tráfago que significa la diaria aparición de los periódicos cotidianos y la precariedad de su existencia.
Alexander fue un crítico implacable, músico prolífico, traductor de gran nivel y un gestor cultural entusiasta. Entre esas traducciones consta ‘Hojas de hierba’, de Walt Whitman. Meticuloso del idioma, admirador de Borges, dedica un artículo muy crítico sobre la crudeza con la que el escritor argentino se refería al español como un idioma zafío, es decir grosero y tosco.
Alexander decía que con el idioma no había que ser chovinista y por eso defendía a Borges cuando se permitió afirmar que prefería escribir sus obras en inglés o en alemán. El idioma propio, decía Alexander, viene a ser como un pariente desagradable, que le ha sido impuesto y al que no ha escogido.