Rásquense la cabeza por unos momentos y pónganse, por favor, a pensar que la mayor parte de la legitimidad de la llamada revolución ciudadana descansa en el manejo de los procesos electorales y en sus sucesivas victorias en las urnas. El oficialismo se mantiene jubilosamente en el poder -en todos los poderes, en realidad- en buena parte gracias a que puede argumentar que ha ganado ni sé cuántas elecciones seguidas, que las políticas que ha sometido a consulta popular han sido aprobadas abrumadoramente y que incluso la Constitución (sí, la Constitución, ¿alguien se acuerda de ella?) fue certificada por una generalidad aplastante de ciudadanos libres y deliberantes. Ergo, el proceso revolucionario empezó con pie derecho, como se debe.
Así, la lógica del Régimen funciona más o menos de la siguiente manera: nosotros somos la única representación del pueblo, porque tenemos su aprobación mayoritaria a diario, porque la ciudadanía está de acuerdo con el proyecto y porque ganamos las elecciones siempre, y casi sin competencia. Por lo tanto, somos los depositarios de la decisión y de la simpatía popular, hacemos lo que es correcto para los intereses del pueblo (por eso encontramos oposición en los poderes fácticos de siempre y en los grandes intereses), solamente el pueblo podrá juzgarnos (en nuestras propias urnas, claro) y estamos únicamente sometidos a los límites que nos ponga el mismísimo pueblo, altivo y soberano.
Claro que la lógica descrita en el párrafo anterior (que bien podría llamarse la doctrina de la infalibilidad popular, o algo por el estilo) encuentra cimientos en una trituradora y perpetua operación de publicidad, en la identificación de la política con una campaña electoral permanente, política en la que no tienen cabida ni el diálogo ni el consenso (para qué, si tenemos todos los poderes a nuestra merced), ni la oposición democrática como contrapeso natural en democracia (no tiene sentido, si los podemos calificar a todos de golpistas y de desestabilizadores) o la libre circulación de ideas y de opiniones (no sería inteligente dejar que terceros cuestionen los dogmas y las palabras sagradas de la revolución).
Por eso el reciente escándalo de la falsificación y tráfico de firmas para registrar a los partidos y movimientos políticos (sistema que es, en sí mismo una depravación y una forma de limitar la participación política) podría resultarle al oficialismo como escupir al cielo. Supongo que lo último que querrá el Régimen será minar su propio germen de credibilidad, sembrar y cosechar dudas sobre las elecciones que se vienen, tener orígenes contrahechos y carcomer las raíces mismas de su aparato de publicidad.