En el centro de la plaza romana del Campidoglio, diseñada por Miguel Ángel, se levanta el monumento ecuestre de Marco Aurelio, emperador romano cuyas victorias militares y sabia administración, a pesar de haber sido notables, se quedan cortas comparadas con la profundidad de sus ideas y sus escritos, razón por la que se le conoce como el emperador filósofo.
Dando prueba de esa sabiduría que consagra y prestigia el nombre de los escogidos por la naturaleza, no se fiaba de su propio juicio y solía consultar la opinión del Senado antes de adoptar medidas sobre asuntos importantes del Estado, aún en las materias sobre las cuales la ley le confería la facultad de decidir. “Más justo es que yo me gobierne por el dictamen de tantos y tan hábiles consejeros -decía- que no el que ellos sigan mi voluntad”.
En sus “Soliloquios” ofrece una norma de buen gobierno cuando afirma que corresponde a la autoridad dar ejemplo de paciencia y tolerancia inclusive cuando sus críticos no exhiban razones valederas para sustentar sus opiniones. Recuerda entonces que “no pudiendo hacer a los hombres como se quisiera que fuesen, más vale sufrirlos cuales son y sacar de ellos el mejor partido que quepa”.
A su hijo Cómodo, que le sucedería como emperador, disoluto y arbitrario, le aconsejaba: “Has de saber hijo mío, que no hay riquezas que puedan compensar el abismo insondable de la tiranía” y añadía: “En quien te has de fiar no es en esclavos sujetos por necesidad, y si en ciudadanos bien inclinados, que la benevolencia cautiva, que obran por afecto y no por adulación”.
Habiendo sido emperador, hijo y nieto de emperadores, fue sin embargo austero y parco en el uso de las ventajas propias del oficio. Proclamaba que un ciudadano honesto puede vivir bien, “sin que necesite ni guardias ni use vestidos suntuosos, ni que le precedan en el público lámparas, o sea hachas encendidas”.
Aconsejaba la autocrítica como la mejor manera de evitar errores: “No es fácil que le vaya mal a alguno por no entremeterse a juzgar lo que ocurre en el ánimo de otro, pero ciertamente le irá mal a quien no escudriña lo que pasa en el suyo”. Completaba esta máxima de conducta diciendo: “El mejor modo de responder a la injuria es no imitar a quien la hizo”.
Servir al pueblo no es simplemente buscar su favor, porque las veleidades del ser humano son muchas y los “gritos de viva y más viva” pueden ser solamente “estrépito y sonido de la lengua”. Por esta razón, criticaba duramente a quienes, en búsqueda de ser alabados por la posteridad, hablan mal de sus contemporáneos y los dividen.
Siempre es bueno volver la mirada hacia la vida y pensamiento de los hombres ilustres que han dejado su huella y contribuido a crear lo que llamamos civilización. ¡Pero hay épocas en que tal menester se vuelve indispensable…!