Hace más de dos años, durante una visita a Chile, el presidente Correa reiteró su crítica a la oligarquía venezolana, a la que culpó de la crisis por no querer soltar su poder, pero no dejó de anotar que ahí ‘se han cometido, con mucho respeto, desde mi punto de vista, errores económicos. Por ello hay problemas económicos y eso exacerba las contradicciones’.
En ese entonces, el Gobierno ecuatoriano ya sabía, por ejemplo, que Pdvsa, su socio en el proyecto de la costosa refinería del Pacífico, había dejado de pagar sus aportes anuales y que la oferta de Hugo Chávez en el 2007 no era sino una promesa idéntica a la que hizo, y no cumplió, en otras partes del mundo.
Ahora Pdvsa va de salida de la empresa Río Napo, un ‘joint venture’ con PetroAmazonas que operaba el campo Sacha. El último taladro de Pdvsa que quedaba en el país está en camino a Venezuela, mientras los proveedores están preocupados por los pagos. Sacha fue el último punto de operación de los taladros venezolanos luego de que fueron retirados de fallidas tareas exploratorias, como la de la Isla Puná.
El petróleo fue la sangre del llamado socialismo del siglo XXI. El sagaz Fidel Castro se dio cuenta de que desde la Venezuela de Chávez podía llegarle el vital oro negro en cuotas diarias, y a cambio podía exportar su revolución con brigadas que se ocuparían desde la seguridad presidencial hasta la asistencia médica, bajo el membrete de servicios profesionales.
La expansión del pensamiento castrista y del desaparecido Chávez en varios países de la región se debió a la bonanza petrolera. Una poderosa ofensiva mediática internacional y un intento para inocular el pensamiento izquierdista en las fuerzas armadas de la región, fueron parte de un ingenioso plan que hoy retrocede por la conjunción letal de mal manejo económico, corrupción y caída del precio del petróleo.
Venezuela es un gobierno más en la lista de una tendencia política en retirada. Es curioso que los revolucionarios se declaren víctimas de una conspiración de la derecha y de la CIA, cuando los culpables no son sino su propia intransigencia, sus leyes para concentrar el poder y restringir la libertad y su decisión de aferrarse al poder a toda costa.
Por eso no debe admirarnos que, en lugar de asumir con seriedad la tragedia de los migrantes cubanos que creyeron en la libre circulación, ni de tratar de ver una sociedad en transición como la que se esperaría luego de más de un año del acuerdo entre Estados Unidos y Cuba, a los adherentes del socialismo XXI les resulte más fácil volver la vista al pasado, a la nostalgia alrededor del cumpleaños 90 de Fidel Castro, el sábado 13 de agosto.
Al final de cuentas, Castro parece ser el único revolucionario incólume. Él y Daniel Ortega, que aprendió que para perpetuarse en el poder no hace falta ponerse ninguna careta democrática y que hay que confiar solo en la familia.
marauz@elcomercio.org