Fetichismo estatal

Debo a la sabiduría de un gran amigo mis modestos conocimientos sobre medios de comunicación. Durante nuestros extensos diálogos en Montecristi realizaba unas brillantes disecciones del proceso de construcción histórica de lo que hoy conocemos como comunicación social. Sobre todo, manifestaba una preocupación casi obsesiva por los medios públicos. Estos –insistía con vehemencia– no tienen otro propósito que la defensa de los intereses de la sociedad, para lo cual deben marcar una tajante distancia con el Estado y con los gobiernos de turno.

Tal propósito requiere de dos elementos fundamentales. En primer lugar, una clara conciencia de parte de los administradores de los medios públicos de que su misión es servir a la ciudadanía; en segundo lugar, una cultura democrática fuertemente arraigada en la sociedad. Sobre todo este segundo elemento será determinante a la hora de neutralizar el manejo discrecional y arbitrario de la información.

El ejemplo tiene importancia porque nos remite al viejo debate sobre la relación entre sociedad y Estado. Debate imprescindible si pretendemos escapar del entrampamiento al que nos ha conducido el fetichismo institucional imperante en la política nacional; es decir, al convencimiento de que los cambios institucionales son suficientes para transformar la realidad social.

Ya lo advirtió una de las integrantes del CPCCS: la elección de las nuevas autoridades no va a transformar la administración de justicia por arte de magia. Afirmación cierta mientras no exista una sociedad organizada y vigilante de todas las instituciones públicas, vigilancia que a su vez se traduzca en un estricto control de los funcionarios que las integran. Es esa subordinación del funcionario a su institución, y de esta a la sociedad, la única posibilidad de democratizar al Estado y asegurar los derechos colectivos.

En este sentido, el informe de la Comisión de la Verdad resalta una lacerante constatación: aunque socialmente la tortura merece una condena explícita y generalizada, termina siendo reservadamente aceptada en contra de responsables presuntos o reales de delitos considerados atroces, lo que deriva en la oculta aceptación de algunos excesos policiales o militares. En semejante contexto, resulta obvio que cualquier miembro de la fuerza pública sienta cierta permisividad social para abusar de su autoridad.

Por ello, la misma Comisión recomienda un intenso y sistemático trabajo de fortalecimiento de una cultura ciudadana de respeto a los derechos humanos, como medida eficaz para el control democrático de la seguridad pública. Únicamente así tendrá viabilidad la reestructuración de la Policía, las Fuerzas Armadas y el Poder Judicial en función de un nuevo concepto de servicio a la sociedad.

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