No me cuento entre los devotos de la literatura de Miguel Donoso Pareja y creo que tampoco él fue devoto de lo poco que he publicado a lo largo de los años. Fuimos amigos, sin embargo, lo cual puede ser incomprensible para quienes prefieren repartir la humanidad entre incondicionales y enemigos. Claro que no puedo decir tampoco que nuestra amistad haya alcanzado ninguna intimidad, pero tuvo la suficiente solidez para resistir los comentarios poco favorables que intercambiamos a veces, con esa limpieza que no impide conversar, discutir, realizar planes compartidos.
El azar de la memoria me lleva ahora a cierto día de 1976, cuando recibí en mi casa su visita. Yo había alquilado una casita en Otavalo, mientras hacía unas pesquisas en el centro de documentación que tenía el Instituto de Antropología que allí fundó Plutarco Cisneros. Hasta allá llegó Miguel, y llegó acompañando a Mario Benedetti y Eduardo Galeano, a quienes yo había invitado junto a Iván Égüez y Abdón Ubidia. Eran los buenos tiempos de “La Bufanda del Sol” y aunque la situación había empezado ya a cambiar, los escritores teníamos aún una voz reconocible en la vida pública de nuestra América, en la que no se habían apagado del todo las esperanzas en una próxima transformación. El tema político estuvo por eso gravitando todo el día en nuestras conversaciones, pero nos dimos mucho tiempo para hablar de lo nuestro, de los libros que amábamos y amamos, de las tendencias que habían convertido en pocos años a la literatura de nuestro continente en el hecho literario más importante que sorprendió a las editoriales europeas.
Después nos vimos muchas veces; mientras Miguel vivió en Quito, dirigiendo proyectos en la joven editorial que era entonces El Conejo, nuestras reuniones eran muy frecuentes, y nunca supe si fue él quien tuvo la ocurrencia de incluir una novela mía en esa colección que apareció con enormes tirajes bajo un título pomposo: “Grandes novelas ecuatorianas. Los últimos 30 años”. Si lo hizo, como siempre he sospechado, ese fue un acto de generosidad que le honra, porque yo sé los reparos que tenía para aquel texto mío que hoy hubiera preferido no publicar jamás y que sin duda desmerece en esa colección.
La última vez que le vi fue quizá hace un par de años, en una de las visitas que por entonces hice a Guayaquil. Yo tenía algo que decir en el núcleo de la Casa de la Cultura, y me llamó la atención verle llegar con su bastón y acompañado, porque ya entonces tenía mucha dificultad para moverse. Estuvo cariñoso, como siempre, aunque no dejó de mostrar su vena crítica, urticante a veces, pero siempre fundamentada. (Por curiosa coincidencia, entonces pude ver, también por última vez, a otro viejo amigo, Juan Hadatty, dueño del Café 78 en los años sesenta, y autor de la iniciativa de presentar allí mi primer libro).
Ahora me llega la noticia de la muerte de Miguel y siento pena porque los jóvenes han perdido a un gran maestro, y también porque con cada amigo que se muere siento que se muere algo de mí mismo. Su memoria, sin embargo,queda flotando entre sus libros.