‘Rayuela” apareció en 1963, cuando la Revolución Cubana acababa de cumplir cuatro años y el entusiasmo que había despertado en nuestro continente seguía palpitante y llenaba de ilusiones la cabeza afiebrada de una juventud que empezó a ver un paraíso de justicia e igualdad al alcance de la mano, imaginando el inmediato derrumbe del infierno capitalista. El “paraíso” que apareció casi enseguida tuvo sin embargo un signo contrario, se puso la máscara del desarrollo y aseguró con una corte de dictaduras militares el idilio de la “solidaridad continental” garantizada desde el Norte. Pero volvamos a “Rayuela”.
Lo primero que llamó la atención de todos los lectores fue aquel famoso “tablero de lectura” que se encuentra en la primera página, invitándonos a leer en el orden que se nos antojara, usando la numeración de los capítulos únicamente para poder saltar cómodamente desde el principio hasta el final o la mitad, y volver interminablemente a comenzar. Entre quienes entonces exhibían la decisión más firme de acudir a la guerrilla como argumento supremo contra el capital y los capitalistas, aquello fue tomado como una broma de mal gusto, como un juego gratuito, como el devaneo de un irresponsable que no era capaz de comprometerse por satisfacer su personal, exclusiva (y por lo tanto, burguesa) imaginación.
Así quedó planteado un dilema sobre el cual se desarrollaron en los círculos intelectuales de toda América unos debates memorables a través de los cuales pudo replantearse el sentido de la literatura, su relación con la vida social y política, su valor como expresión suprema de lo más humano que hay en la especie humana –lo cual, junto a la prodigiosa producción narrativa de aquellos años, convirtió a la literatura latinoamericana en el fenómeno literario más importante de la época, no solo en la misma América, sino también en Europa.
¿Imaginación o compromiso? Las tesis sobre la literatura engagée que Sartre había proclamado en 1948 volvieron a ponerse a la orden del día y para muchos bloqueaban los juegos de la imaginación, por considerarlos gratuitos. Pero ahí estaba “Rayuela” ganando cada vez más partidarios y atrayendo sobre su autor un interés inusitado, que llevó a las vitrinas de las librerías todos los libros que ya antes había publicado. Entre los intelectuales, pero sobre todo entre los aprendices de escritores de esos tiempos, hubo un inmediato enrolamiento en el bando de los cronopios y solamente aquellos que parecían pretender una fidelidad imbatible a la tradición fue posible identificar algunos famas, cuyo desprestigio fue inmediato. Y ese solo proceso de afiliaciones o condenas representó una superación del dilema: una literatura comprometida no era aquella que pretendía convertirse en un vehículo de propaganda política (puesto que ello significaba despojarla de su valor propio) sino aquella que era capaz de revolucionar la propia literatura. Y fue así como pudo consagrarse el triunfo de “Rayuela”. Vale la pena celebrarlo ahora, cuando se cumple un siglo del nacimiento de su autor.