La noticia del joven de 23 años que murió en Inglaterra hace unas semanas después de haber trabajado, sin descanso, durante 72 horas seguidas, no me ha dejado conciliar el sueño. ¿Qué clase de sociedad le hace pensar a un hombre en plena flor de su juventud que el trabajo es lo más importante que tiene la vida, tanto así que vale más que su vida misma? ¿Qué tipo de frenesí cognitivo y cultural padecemos para que, a sus 23 años, un recién egresado piense que el objetivo de vivir se encuentra en un puesto de trabajo, en el prestigio profesional? ¿Qué clase de estupidez nos gobierna como seres humanos, para que confundamos los constructos de un sistema económico con la felicidad? Cuánto quisiera que esa noticia estuviera allá, distante, y que perteneciera únicamente a uno de esos locos países europeos que se desviven por el canibalismo propio del capitalismo sin sentido. Pero en Colombia cientos, miles, millones de vidas se pierden a diario sumidas en la triste y solitaria penumbra de la rutina laboral, de esa vida que carece de sentido en medio de un puesto de trabajo, pensando que son felices porque ganan esto o aquello o porque muy pronto llegarán a tal o cual posición. Cuántas vidas vacías, perdidas, que están equiparando el trabajo, la sociedad de consumo, con la felicidad.
Es cierto que trabajar dignifica al hombre, pero todo en su justa medida y en su adecuada proporción, pues ciertamente hay trabajos y formas de trabajar que empobrecen el alma y a la humanidad; hay hombres que, sumidos en sus trabajos, han olvidado la complejidad y diversidad del espíritu humano. En Colombia hay muchos, abundan los infelices. Unos por miedo, otros por necios, por irreflexivos, otros muchos, muchísimos por ego, otros por una falsa sensación de poder y otros, simplemente, incontables también no tenemos ni lo extrañamos ni lo reclamamos ni somos conscientes de que nos hemos usurpado el más elemental de los derechos humanos después del respeto a la vida (que acá tampoco existe), el derecho a ser felices y a buscar la felicidad.
¡No, no somos el país más feliz del mundo, y estamos aún muy lejos de serlo! Pero hablar de felicidad puede resultar etéreo y fútil en la sociedad en la que vivimos, si no sometemos el concepto y nuestra vida a una reflexión profunda. Podemos verla desde la economía como mayores ingresos y poder adquisitivo; desde la sociología como esas redes, como el capital social (amigos y familia); desde la psicología, como el estar presente (‘mindfulness’) o desde la ética, como una virtud de una vocación de servicio y entrega desinteresada hacia los demás. Nuestra sociedad, claramente, se quedó en la primera definición.
Hay expertos que dividen la felicidad en hedónica y eudemónica. La felicidad hedónica, la más común, es aquella que proviene de satisfacer el placer propio (consumo, comida, etc.), mientras que la eudemónica proviene de trabajar por algo más grande, altruista, que uno mismo. Acá hay muchos infelices a punto de estallar de tanta felicidad hedónica, y muchos pobres que no tienen dónde dormir ni qué comer (lo único que el ser humano realmente necesita) y no tienen tiempo de pensar en la posibilidad de ser felices.