Cuando pienso en la felicidad pienso en los gorriones, cuyos vuelos están marcados por la agilidad y la fragilidad. No es difícil saber que todo ser humano desea ser feliz, pero que la felicidad, tan deseada y perseguida con encono, es una de las experiencias más leves y frágiles.
Los años y la experiencia me han ido mostrando que la felicidad va unida a las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y a las cuatro cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). En estas siete virtudes descansa el punto de apoyo para edificar una vida verdadera o, como dice el evangelio, construir sobre roca.
Para muchos, la felicidad es solo un deseo difuso que no se arraiga en la vida, en el compromiso cotidiano por crecer como personas, abiertas, incluyentes, capaces de arriesgar algo de la propia seguridad, comodidad o interés a favor de los demás.
Digo estas cosas porque, en el contexto de la Navidad, pareciera que todos tendríamos que ser felices por un día y poner nuestra mejor cara.
Semejante maquillaje no nos libra de la codicia. Y es que la codicia produce congestión en ciertas áreas del cerebro, nos aísla de los demás y nos hace incapaces de ofrendar la propia vida. La Navidad es una buena oportunidad para ir al fondo de nosotros mismos, purificar nuestras relaciones y abrirnos a la experiencia más honda de la virtud.
No se contenten con poco. Pues poco es lo que, desde esta inmensa pampa de intereses, el mercado nos ofrece. Total, para vivir en la ficción del amor. La verdadera felicidad requiere tiempo, madurez y una cierta capacidad de saber sufrir por lo que realmente se ama.
La Navidad bobalicona, consumista y reducida al ritual establecido en los mil escaparates del mundo, no nos compromete a nada.
Es el cada día, con sus infinitas contradicciones y ambigüedades, el que realmente acoge y promueve nuestras mejores intenciones y disposiciones. La felicidad no descansa en la apariencia, sino en el deseo ferviente de ser personas y de ayudar a que otros lo sean.
Para ello se necesitan pensamientos, emociones, palabras, gestos y compromisos que den la medida de nuestro amor.
Sentiría que, apagando los juegos de luces, se apagarán también nuestros mejores sentimientos y, como quien empaca nuevamente guirnaldas, figuras de nacimiento y árboles de ensueño, envolviéramos también nuestros deseos de humanidad con el celofán de la indiferencia o de la rutina.
Hace algunos días, celebré la eucaristía en el Centro de rehabilitación de menores. La excitación de los muchachos por mi presencia y la de algunos jóvenes voluntarios, apenas podía esconder el dolor y la amargura de rostros, palabras y silencios. Es bien difícil improvisar la Navidad a golpe de pandereta…
Se necesita un proceso de vida y de fe que nos humanice y nos recuerde, en el cada día, que la razonable felicidad humana requiere algo más que luces de neón.