¿Estaría lejos de la verdad si comentara aquí de qué manera, al abrir algún periódico, el habitual lector sano, exitoso y jovial, nada sospechoso de secretas maldades ni de notorios sadismo o masoquismo, ni de ningún tipo de depravación o licencia, busca casi con ansia, como noticia del día, el agravamiento o la muerte de algún enfermo conocido, el asesinato de un ama de casa o el divorcio de la vedette de turno; el accidente de trenes en un lugar no muy lejano, para lamentarlo de cerca; algún terremoto (ese sí, cuanto más lejos, mejor), en fin, cualquier tragedia que será mucho más inquietante y atractiva con el adobo de un ingrediente sexual, para convertirlos en temas del día y horrorizarse alegremente, pues le dan de qué hablar en la vacía y breve inmortalidad que constituyen las horas de la rutina cotidiana? ¿Acaso, si esto es verdadero, aun admitiendo que lo sea sólo en parte, puede alguien proclamarse exento de tal morbo? Entonces, ¿qué nos autoriza a denunciarlo en público o a condenarlo? ¿Qué hay en el ser humano, que todos, salvo alguna angélica excepción -por tanto, no humana- experimentamos el placer de sentirnos lejos del dolor, gracias al conocimiento de aquel que sufren nuestros semejantes? ¿Dónde se encuentra nuestra compasión -ese ‘padecer con’- o está ejerciéndose en la lectura de las noticias de desgracias que atraen sin remedio nuestro afán lector? Si así fuese, querría decir que para ejercer la virtud compasiva necesitamos el dolor de los otros… Sin embargo, ese dolor, cuando es cercano, y peor aún si es habitual, apenas nos ocupa: pobreza, ignorancia, crímenes y muertes humildes no nos sonrojan. Vivimos junto a ellos, quizá los provocamos con nuestro egoísmo, y cerramos los ojos del corazón -los únicos que ven- para atisbar nuestras satisfacciones pequeñas y, conociendo los fracasos de los otros, gloriarnos por no haber fracasado; para sabernos sanos entre los enfermos, ricos entre los pobres, buenos entre los malos, sabios entre los ignorantes… Para vivir, en fin, pues a esto llamamos vivir. Tampoco nos sonrojan la corrupción ni el robo flagrante en las altas esferas; ni las mentiras y huidas consiguientes; y me consta que hay quien lamenta oportunidades perdidas de robo y enriquecimiento, pero este es tema para otro ‘cantar’.
Inclinarnos sobre esta experiencia de cotidiana fascinación, apoyada en deleznables afanes y opacos sentimientos ha de permitirnos enfrentar nuestra íntima barbarie, a la búsqueda de una interioridad distinta que encuentre en sí y en la realidad inmediata razones para ejercer el bien. Así, no abonaríamos a la ambición nefasta de ser alguien a costa del ser nadie del otro; de tener, a costa de la miseria ajena; de dejarnos fascinar por el mal, para sentirnos exentos de culpa