En su reciente visita a Medio Oriente, el papa Francisco pidió muy especialmente por la paz en Siria. La guerra civil que asuela a ese país ha generado ya 162 000 muertos y más de 8 millones de refugiados y desplazados. Con ese telón de fondo, realmente trágico, el presidente Bashar al-Assad, como si nada pasara, convocó a elecciones presidenciales para un tercer mandato de siete años. La oposición, por supuesto, tildó al proceso de verdadera farsa, con razón.
El presidente Al-Assad, que gobierna a Siria desde 2000, forma parte de la dinastía alawita que, desde hace décadas, se apoderó del poder para establecer un régimen dictatorial verdaderamente brutal. Tanto es así, que Bashar al-Assad no titubeó en utilizar armas químicas contra su pueblo, crimen de lesa humanidad que aún permanece impune.
Pero Al-Assad supone que las probabilidades de sobrevivir con las que cuenta su régimen se han incrementado en los últimos tiempos por la división de la oposición política y la fragmentación de la insurgencia que procura derrocarlo.
Pero, además, porque cuenta con el apoyo militar abierto de Irán y Rusia, sus proveedores de armas y municiones, así como con el del movimiento chiita Hezbollah, cuyos milicianos combaten junto con sus tropas en los más diversos frentes de la guerra civil. Y también porque, con el concurso de China y Rusia, titulares del derecho de veto, ha neutralizado al Consejo de Seguridad de la ONU.
Casi 16 millones de ciudadanos sirios fueron llamados a votar. No obstante, las elecciones sólo se llevaron a cabo en la parte del territorio que el gobierno controla, es decir, en la capital del país, Damasco, a lo largo de la región costera y en algunas otras grandes ciudades.
El ejercicio de simulación puesto en marcha por el presidente sirio incluyó, por primera vez, la aparición de dos seudocontrincantes: el diputado comunista Maher al Hayaer y el ex ministro Hassan al-Nuri. Ambos se prestaron a ser figuras de relleno y en ningún momento tuvieron posibilidades de triunfo. Los rebeldes llamaron a boicotear las elecciones.
La pretensión del presidente Bashar al-Assad de legitimarse con este proceso es inaceptable. Es absolutamente imposible certificar la honestidad y la transparencia del proceso electoral. Pese a ello, las elecciones se llevaron a cabo, a efectos de transmitir al exterior una imagen de presunta normalidad y control de la situación, imposible de aceptar. Por eso, para la comunidad internacional las pretensiones de Bashar al-Assad no son convincentes ni alteran la delicada situación.
Lo esencial para Siria hoy es interrumpir la guerra civil y regresar a una convivencia pacífica y normal.
Ese objetivo, por las circunstancias y las realidades de Siria desgraciadamente, está aún muy lejos , oner fin a los enfrentamientos, encontrar soluciones razonables edificadas sobre el consenso y regresar entonces a la posibilidad de vivir poniendo fin a la violencia.