El otro domingo acudí con unos familiares al restaurante más tradicional de comida ecuatoriana que funciona en Quito desde hace muchos años y pedí una fanesca. Había muchos parroquianos, algunos de alto coturno, que disfrutaban visiblemente de sus potajes, pero el momento que hundí la cuchara en la espesa sopa y me la llevé a la boca me hundí también en el desconcierto: ¡era una fanesca dulce! Corrijo: era una sopa lampreada, pues un trocito de pescado que literalmente pesqué luego por allí estaba salado, como corresponde. A punto estuve de devolver el plato pero decidí más bien añadirlo a mi larga lista de fracasos en la búsqueda de una buena, simple y tradicional fanesca.
¡Horror, qué ha dicho este hombre! ¡Que venga a probar la fanesca de mi casa!, exclamarán algunos lectores. En efecto, cuando preparaba mi libro sobre la cocina nacional y preguntaba -a los quiteños en este caso- cuál consideraban que era el mejor plato, sin pensarlo mucho 9 de cada 10 respondían religiosamente “la fanesca de mi mamá”. Y tenían toda su razón, pues así es como se forma (o deforma) el gusto. Todos sabemos que la fanesca era la comida ritual por excelencia, que congregaba en Semana Santa a la familia ampliada, desde abuelos a nietos, en una celebración que iba desde la preparación hasta el molo y el dulce de higos y una larga sobremesa en la que se ponderaba la perfección de la receta familiar. Ese ritual adhería a cada niño a un específico y festivo sabor familiar, lo que no significa que en cada casa hubiera la mejor vianda del mundo.
Hace diez años escribí en la revista Soho que cualquier fanesca empezaría a mejorar si le quitaran 4 o 5 ingredientes y aderezos que se fueron acumulando sobre un caldo original de pescado con sambo, zapallo y granos tiernos de la estación. “Porque las señoras sienten que mejoran el resultado añadiéndole esto y lo otro, un pite de azúcar, algo de queso, a los ya excesivos sabores de los 12 granos que representan a los 12 apóstoles nadando en un poderoso caldo de bacalao, poder que es aminorado hirviéndole en leche y aumentando los lácteos”. De yapa vienen los maqueños fritos dulces, la cebolla pungente, el huevo duro, el ají rocoto y el perejil, que terminan de ahogar a ese maremágnum de sabores indiscernibles.
Me dirán que entre gustos y colores… Pero si ese cliché fuera cierto no habrían escuelas de gastronomía ni de diseño ni de arte donde enseñan los doctores y todo sería una mezcolanza caótica de colores, sabores y estilos. Me dirán que están de moda la fusión y la imaginación. Pero la cocina fusión también ha cometido barbaridades juntando mermeladas con sal y camarones con steaks. Y no: de lo que se trata es de recuperar los sabores propios de los ingredientes, ciertos balances y combinaciones, y no de meter azúcar hasta en la sopa.