De improviso, con el asesinato de Mónica Spear, el Gobierno nacional parece haberse percatado de que la inseguridad en las calles de Venezuela, en las plazas, en los parques y en nuestras propias casas es un problema real y no una simple “sensación” de un pequeño grupo de opositores y oligarcas alucinados, incapaces de percibir la bonanza de la Venezuela bonita y las virtudes del socialismo del siglo XXI. No; no son los agoreros de siempre transmitiendo un mensaje pesimista sobre la vida en Venezuela; tampoco se trata de una campaña de los medios de comunicación social que, empeñados en divulgar las muertes y asesinatos que se producen todos los días, exageran algo que deberíamos aceptar como parte de la vida cotidiana. Son los porfiados hechos que, por más que lo queramos, no podemos ocultar ni desmentir.
Desde hace años se viene insistiendo en que, junto con la corrupción, la inseguridad es uno de los problemas más graves que aflige a Venezuela. No hay una familia venezolana que, de alguna manera, no haya sido víctima de la inseguridad, y que no haya vivido en carne propia la violencia de las bandas criminales que prosperan en medio del clima de impunidad que le garantizan los poderes públicos.
Desde distintos sectores, se alertó suficientemente al Gobierno sobre la necesidad de desarmar a la población y de poner coto al lenguaje del odio y la violencia. Repetidamente se denunció la complicidad de policías asociados con el hampa, y de jueces que, con su negligencia, se han convertido en los garantes de la impunidad de los criminales. Son muchas las voces que se han alzado para alertar sobre la necesidad de atacar las raíces de la delincuencia, creando fuentes de empleo y no destruyéndolo, educando a los niños y a los jóvenes, y preparándolos para una convivencia civilizada. Desde hace tiempo se viene denunciando las irregularidades de un sistema carcelario que permite que los reos estén armados hasta los dientes, y que, habitualmente, los “pranes” puedan salir de prisión para visitar prostíbulos y discotecas, o para cometer sus fechorías con la absoluta certeza de que no serán descubiertos. Tampoco han faltado advertencias en cuanto a la necesidad de prevenir el delito, entre otras cosas, mediante la vigilancia policial y calles bien iluminadas.
No bastó que cada año tuviéramos más de 5 000 homicidios de niños y mujeres en los barrios, de modestos obreros que perdieron la vida en un carrito, o de turistas que querían conocer y disfrutar de las playas de Venezuela. Tampoco fue suficiente que asesinaran a familiares y amigos de importantes funcionarios de Gobierno pero que, a diferencia de ellos, no contaban con guardaespaldas. No bastaron más de 70 000 asesinatos en estos 14 años, a un promedio de 1 cada 28 minutos, para que el Gobierno reaccionara y entendiera que tenía que tomar cartas en el asunto. ¡Faltaba que mataran a una miss! ¡Los demás muertos no cuentan!