“Miren esa cara, ¿alguien votaría por eso?” señaló Trump en el 2015 acerca de su rival en el partido republicano, Carly Fiorina. Este es un ejemplo de las falacias ad hominem que abundan en el ámbito de la política, hoy exacerbadas por el anonimato que proveen las redes sociales. Las falacias ad hominem no son simples agresiones, sino que apuntan a desacreditar a una persona no por el contenido de lo que dice sino por quién emite la frase, como su nombre lo indica, son falacias “contra el hombre”. Otro ejemplo lo constituye el pensar: “¿Cómo Trump puede generar empleos si su carrera se basó en despedir gente en la televisión?”
Establecer diferencias es, por supuesto, una parte fundamental del ejercicio de la comunicación política. Bernard Manin, un reconocido politólogo francés, lo definió muy bien en su texto “Los principios del gobierno representativo” al afirmar: “Un candidato, por lo tanto, no tiene solo que definirse a sí mismo, ha de definir también al adversario. No solo se presenta a sí mismo, presenta una diferencia.” Pero hay formas de contrastar que no necesitan de la descalificación personal, sino de la construcción de un discurso que ponga en evidencia las diferencias políticas.
El ataque a las personas puede ser un instrumento eficaz y de alto impacto en determinadas situaciones, pero desde el punto de vista de la comunicación política, lo único que genera es una mala imagen, no solo en el destinatario de la falacia sino también en el emisor, creando una base muy endeble sobre la cual construir un recorrido. En ocasiones, aunque las explicaciones lógicas puedan bastar para desarticular un argumento, se recurre a la falacia ad hominem como un recurso estratégico más “inmediato” y, en ocasiones, poco premeditado.
Quien lo escucha puede coincidir más rápidamente en función de la sensación que le provoca la falacia por sobre el argumento. Algo que va en línea con la tendencia que últimamente cooptó a la política de apelar fundamentalmente a los sentimientos y las emociones. Es decir, es un camino más corto pero un atajo más riesgoso.
El sentido de la discusión política debería estar basado en argumentos, datos e ideas, pero nunca en la descalificación personal que deja en evidencia la escasez de propuestas u opiniones poco sólidas. Además, por lo general, éstas son expresiones desafortunadas que reflejan un nulo profesionalismo en materia de comunicación política; más bien son el reflejo de lo que puede provocar la improvisación. Los debates políticos se nutren de argumentos y contra-argumentos, algunos más o menos fundados que otros.
No podemos perder de vista que las convicciones no pueden estar por sobre el respeto, éste debería primar en cualquier conversación, incluso en las campañas políticas más competitivas.