Durante más de tres décadas, en las diversas generaciones que se han sucedido, en la mayoría se ha encontrado como denominador común la marcada ideologización y el apego a las tesis tercermundistas. Para gran parte de América Latina pronunciarse por lo que se ha dado en llamar alegremente “progresismo” es un signo de su identidad.
Crecieron y se formaron bajo el influjo de la disputa Este-Oeste y tomaron partido por lo que, ligeramente, consideraron la mejor forma de organización social.
No repararon que los países que optaron por ese camino terminaron en una situación desastrosa, a décadas de distancia de los países desarrollados; y, los que aún porfían en esas políticas, como la isla de ensueño en la cual una dictadura gobierna su descalabro, han decantado en condiciones realmente deplorables.
Sin embargo, en impertinentes campañas de propaganda, insisten en proclamar que poco ha faltado para alcanzar la realización del “hombre nuevo”, que han arribado a un estado ideal en que las realizaciones sociales son palpables y medibles.
Nada más alejado de la verdad, cuando se compara la situación de las grandes mayorías en nuestros territorios que carecen de lo más básico, con las de países que hace décadas se encontraban en igual o peor situación que los de Latinoamérica.
Las universidades sirvieron como caja de resonancia de esas proclamas y, obviamente, las élites formadas a lo largo de estos años, donde han logrado tener posiciones de dirección, han reproducido esas teorías y han puesto en práctica las mismas con resultados poco alentadores. En vez de impulsar las iniciativas de los particulares han optado por el “dirigismo” estatal, en el cual un aparato burocrático establece prioridades, dicta derroteros e impone lineamientos que esterilizan la creatividad y el emprendimiento.
El fracaso no tarda en aparecer y las muestras son elocuentes. Cada vez más nos alejamos de los estándares de los países en desarrollo y las políticas emprendidas alejan a los inversionistas locales y foráneos, con el impacto negativo que aquello conlleva en la creación de empleo. Esto provoca verdaderas muchedumbres en las calles que tratan de sobrevivir de la manera que les sea posible, haciendo de los conglomerados urbanos espacio fértil para el caos y el desorden.
Poco resta esperar de los grupos humanos formados bajo estas premisas extraviadas. Un verdadero cambio hacia reales condiciones de desarrollo e inclusión social solo puede alcanzarse con las generaciones jóvenes si la contaminación no les hace presa de los prejuicios y políticas que lo único que fomentan es retraso y pobreza.
Una transformación cualitativa solo se logrará cuando los grupos humanos ahora adolescentes y en etapas de la niñez crezcan en ambientes en los que no se los adoctrine con tesis de ninguna especie, sino que tengan la libertad de construir sus propios criterios, que miren de forma abierta al mundo y sean capaces de sacar sus conclusiones sin influencias perniciosas que los predetermine. Si llega ese momento serán malas noticias para los populismos.
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