Uno de los males de las sociedades con pocos contrapesos democráticos es la politización de la justicia; igual de grave es la judicialización de la política. Pero de llevarse a cabo el plan de control que está detrás de la Ley de Comunicación ideada por el Gobierno, asistiremos a la indeseable judicialización de la libertad de expresión.
Y no es que las relaciones entre el poder político y los medios no hayan registrado durante este Gobierno ya varios capítulos judiciales ominosos. Ocupan lugar destacado el juicio por daño moral planteado por el presidente Rafael Correa a los autores del libro “El gran hermano” y la querella contra el autor de un artículo de opinión y contra los directivos del diario que lo publicó.
Es tan burda la pretensión de extender el pedido de prisión y de sanciones multimillonarias a los directivos de El Universo por una opinión firmada por su autor, que el Presidente de la Asamblea ha recordado que la responsabilidad ulterior por una opinión solo puede aplicarse al periodista. Extender la corresponsabilidad al directorio de un medio es suponer que la opinión debe tener censura previa.
Sumarios administrativos y suspensiones y hasta retiro de frecuencias, incautación de material informativo, indagaciones, son otros recursos ya usados por el correísmo para frenar el trabajo periodístico que no le conviene a sus intereses. Nunca, por supuesto, contra los llamados medios públicos, frente a los cuales tampoco se ha hecho presente la acción del tan mentado poder ciudadano.
No hay que ser Huxley o Kafka para imaginar cómo se enredará el trabajo periodístico si se impone el proyecto de Ley de Comunicación del Siglo XXI. Un consejo regulador con oficinas en todas las jurisdicciones podrá recoger todo tipo de quejas sobre los aspectos procedimentales internos más nimios, que serán tipificados como delitos y por ende objeto de graves sanciones.
El proyecto no solo incumple las normativas recogidas en los convenios internacionales que el Ecuador está obligado a respetar, sino que establece nuevas sanciones sobre responsabilidad ulterior. Pero sobre todo rebasa con creces el ámbito de la pregunta 9 de la consulta del 7 de mayo, que básicamente planteaba un consejo para normar la difusión de mensajes de violencia, explícitamente sexuales o discriminatorios.
Pese a que el estrecho resultado del pronunciamiento popular sobre este tema debía haber dado lugar a una honda reflexión a los colegisladores, se insiste en una Ley que puede ser el instrumento perfecto de tortura.
De aprobarse, los medios que no pliegan al poder tendrán que contratar ejércitos de abogados para lidiar con la montaña de procesos que vendrán desde las dependencias públicas y grupos afines al Gobierno, y distraerse de cumplir su papel de informar y denunciar. Judicializar la información es el mejor de los mundos para concentrar más poder.