La otrora apacible y vivible ciudad de Quito, República del Ecuador, hace rato dejó de ser la carita de Dios y ya no es, ni por asomo, franciscana. Es que –al menos esa es mi opinión y percepción chulla- ya no queda nada de la ciudad en la que vivieron nuestros padres y abuelos.
Maleantes célebres como el Águila Quiteña han sido reemplazados por eficaces sicarios que operan a sus anchas y con precisión quirúrgica. Todos los días los titulares de los periódicos (por definición, cancerberos de los avernos de las oligarquías criollas) nos desinforman sobre nuevos asesinatos, ajustes de cuentas o abatimientos. La crónica roja es también el plato principal de los noticieros de televisión que, salvo aquellos que transmiten los canales públicos, no son dignos de credibilidad alguna. Pero en todo caso, percepciones aparte, cualquier día de estos, en cualquier calle o avenida de Quito, en cualquier circunstancia y a cualquier hora, cualquiera le puede descerrajar 23 ó 33 tiros a cualquier otro. Con una escalofriante frecuencia que seguramente le serviría de material de rechupete al novelista y cuentista negro Rubem Fonseca, las esquinas de la ciudad son el teatro más perfecto de los delitos que a usted, incauto lector, quiera mencionar. Le doy una mano: asaltos, arranches, secuestros exprés y lo que usted quiera.
En muchos casos el concepto de barrio ha desaparecido. Y me refiero al barrio en el que los niños podían jugar al fútbol (en las variaciones clásicas del balompié de calle, como el mete gol tapa, arcos abandonados o penal o gol, por ejemplo). O el barrio en el que se podía ir, con relativa calma, a la tienda. En la ex carita de Dios – en buena parte de la ciudad- por barrio se entiende un conjunto más o menos articulado de casas, protegidas por vidrios cortados y guachimanes o rondines, de las clases medias para abajo, y por cercas electrificadas y guardias armados, en las detestables clases burguesas. Me parece que alguien definió, medio en broma medio en serio, a la democracia latinoamericana como el sistema por el cual el tercio de la población le presta sus servicios al segundo tercio, para que el tercer tercio no le robe.
Si lo anterior le parece poco, podemos hablar un rato del tráfico. De los buses que, en plena era postespacial, siguen dejando y recogiendo a sus pasajeros al vuelo. De la pintoresca y animada pugna entre los taxis ejecutivos y los taxis amarillos. De cómo, a cualquier hora, Quito es intransitable. Del nuevo aeropuerto que no tendrá vías de acceso.
Así es, camaradas domingueros, al parecer el lindo Quito de mi vida va camino a convertirse en el tridente del demonio o algo así. Lo que ustedes digan.