Han sido días duros, de muerte, de violencia indeseable y de retroceso. Hemos regresado a los momentos en los cuales la división, la confrontación y la irracionalidad nos llevaron casi a las puertas de una guerra civil, de un punto de no retorno.
Estamos ante un panorama de definiciones, como algunos han exigido a través de las redes sociales, en una de esas coyunturas que obligan a decir las verdades.
Los estudiantes tienen el derecho a la protesta, a ser una voz incansablemente cuestionadora en la sociedad, y quienes detentan el poder están obligados política y moralmente a escucharlos, a procesar sus demandas y a atender sus denuncias.
Por ejemplo, si se comprueban abusos policiales, esos funcionarios implicados deben ser sometidos a la justicia. La Carta Magna, de la cual soy firmante, es muy clara y precisa al respecto.
No se justifican maltratos bajo ninguna circunstancia. Ni puede justificarse que grupos armados parapoliciales, de ningún signo, actúen impunemente. La declaración del Presidente con respecto a esos grupos armados, y que me parece adecuada, debe traducirse en hechos concretos.
Una cosa es la protesta justa y otra la utilización de ese descontento para tratar de llevar a Venezuela al barranco de una confrontación irracional, en la cual la pérdida de vidas, la violencia y el caos sean “daños colaterales” que poco o nada significan frente al “objetivo superior” de una supuesta “salida” que no sería otra cosa sino la entrada en una fase de caos mayor.
Porque así como una parte de la sociedad está inconforme con la acción del gobierno de Nicolás Maduro, otra parte, no menos importante, ve en cada barricada, en cada vehículo quemado, en cada destrozo a bienes públicos y privados la reedición de una película ya vista que derivó en el golpe de abril de 2002.
Fórmulas no democráticas nos llevan a “soluciones” antidemocráticas.
¿Esto es la salida que nos proponen? ¿Debemos guardar silencio y dejar que se imponga la vía insurreccional? ¿Renunciar a la política y entregarnos a un cóctel de testosterona, bilis y ansias de poder?
Es aquí donde la oposición democrática tiene que hacer su trabajo de conducción política, y de evitar que el radicalismo irracional les arrebate el timón. Ceder al chantaje del extremismo y andar al compás de piedras, barricadas y desmanes tiene su costo. La historia lo ha probado repetidamente.
Y en cuanto al Gobierno, aunque parezca tarde, es tiempo de reorientar el rumbo, de propiciar un diálogo sincero con la dirigencia opositora democrática, empresarios, estudiantes e incluso con los trabajadores.
¿Para qué postergarlo más, si es lo que terminará abriendo las puertas a la solución? Una tarea de primer orden es aislar a los violentos, del bando que sea, y crear condiciones para que se genere un clima de confianza. Aquí todos, comenzando por el Gobierno, tenemos que rectificar.