Las evaluaciones son positivas si parten de una filosofía formativa y si se dotan de indicadores que den cuenta de la integralidad y complejidad de la educación. Si las evaluaciones apuntan al control y a la sanción y examinan una parte del proceso sus conclusiones serán sesgadas e inexactas, por lo que sus recomendaciones estarán impregnadas de ineficacia.
Las personas por medio de la educación deben aprender a comprender lo que leen, a escribir bien, a contar y calcular, a asimilar la ciencia y la técnica, a reflexionar y resolver problemas, a tomar decisiones, a tener sentido crítico, creativo y liderazgo, a trabajar con eficiencia y en equipo, a ser emprendedores, a respetar a los demás, a convivir en paz, a valorar la diversidad cultural y de género; a ser honrados y solidarios, rebeldes frente a la injusticia, a tener conciencia social y voluntad de cambio, a ejercer sus derechos y responsabilidades, a comprometerse con el país, a desarrollar la democracia, a respetar y proteger sus cuerpos, a relacionarse armónicamente con la naturaleza.
Estos conocimientos, capacidades, destrezas, talentos y valores no solo se los aprende en las instituciones educativas, sino también en las familias, en el espacio público (calle, parques, museos, cine) y a través de los medios de comunicación (la TV en especial) y de la Internet. En otras palabras a más de la escuela, los responsables de la educación son las familias, la sociedad y el Estado que dicta, regula y financia las políticas.
Las evaluaciones estandarizadas que desde hace varias décadas se aplican en el Ecuador y en América Latina, nunca se percataron de semejante complejidad ni se interesaron en ella. Su reduccionismo y pragmatismo dirigidos a apoyar la capacitación de buenos obreros o técnicos que solo fomenten el crecimiento económico (descuidando la formación de buenos ciudadanos, padres y madres, etc.), hizo que centraran su atención en valorar algunos conocimientos, sobre todo de lenguaje y matemáticas sin mirar los otros ámbitos del aprendizaje. Además, cargaron la responsabilidad educativa exclusivamente en los establecimientos, a los que, con el resultado de las evaluaciones, se les puso a competir, luego de premiarles o castigarles y “acreditarles” categorizándoles en nichos de “excelentes, buenos y malos” con la consiguiente estigmatización y exclusión social de docentes y estudiantes.
Por esta razón tales evaluaciones estandarizadas y sus conclusiones sesgadas y parciales fueron y son un fraude. De ellas salieron conclusiones falsas que sustentaron reformas educativas fracasadas.
Suponemos que el Ministerio de Educación no apostará por este perverso y vertical modelo. Su decisión debería ir por una evaluación formativa que recupere la complejidad del proceso y el espíritu democrático del cambio educativo.