Más allá de lo episódico –y de lo bárbaro- los castigos denigrantes, las hogueras humanas, los azotes, los autos de fe al mejor estilo de viejas inquisiciones, son síntoma del nacimiento de un nuevo fundamentalismo que sepultará a la tolerancia: el étnico, o más bien, el racial. Lo grave es que semejante tendencia está avalada por la Constitución y por el Código Orgánico de la Función Judicial, textos en los que, con increíble ligereza, demagogia o ignorancia -a título de “ancestros” y de derecho consuetudinario- se propició la justicia del fuete, del golpe y de la ortiga. Ahora, algunos de sus mentores se rasgan las vestiduras, o buscan disparatadas explicaciones “sociológicas”, a semejantes episodios, en la táctica de poner a tiempo las barbas en remojo’ para que no les culpen.
El hecho es que empiezan a verse las consecuencias de toda “literatura constitucional”, del folletín político y demagógico de que se hizo gala en Montecristi, ante un “público” embelesado por el cambio, porque ese no era pueblo, era público consumidor de espectáculo electoral y de novelería barata. Ahora, como resultado de los despropósitos que se escribieron, las comunidades con “territorios legalmente reconocidos”, con “derecho propio”, con autoridades inmunes y fiscales ad hoc, empiezan a actuar y a imponerse. Minorías de minorías están, sin embargo, dictando las reglas del juego en esta sui géneris democracia de asambleas, ante el susto de los unos y la impavidez de los otros. Ante el silencio de los autores.
La tesis que anima a todo esto es profundamente contraria a la dignidad humana, es inhumana, aunque se esconda en el Estado de “derechos y justicia”: supone que la “cultura” y los ancestros están sobre las personas, supone que la gente de las comunidades está condenada al pasado, a repetir sus traiciones, a vivir encadenados a los dictámenes de los cabildos de la aldea, a no prosperar, a no elegir un destino distinto, incluso a no poder ir contra su cultura, cuando eso es lo legítimo, aunque parezca paradójico. La tesis es insoportablemente paternalista. La tesis es antidemocrática. Es reaccionaria. Y lo que hay que discutir, porque nunca se lo quiso hacer, es si esto le conviene al país, si es razonable que los propios indígenas se vean sometidos a la dictadura de sus dirigentes, y que esos pueblos, respetables sin duda, se vean convertidos en los penosos personajes colectivos de un show morbosamente explotado por la curiosidad malsana de reporteros y analistas de ocasión.
La reflexión debe ser de toda la sociedad, y principalmente de los indígenas, porque ellos, los de las bases, sí saben distinguir entre lo artificioso de las teorías, de las sociologías y de los tratados internacionales, escritos por burócratas en Ginebra, que no conocen cómo vibra la gente de los Andes, y que no saben de su profunda y verdadera dignidad.