La gente sigue matándose por motivos religiosos. Esos enfrentamientos mortales se producen porque el creyente asume que sus valores son mejores que todos los demás, ya que fueron transmitidos por Dios en persona.
Por venir de tan arriba, aquellos principios dejan de ser guías de comportamiento para convertirse en mandatos que deben ser obedecidos al pie de la letra. Cuestionar o incluso burlarse de aquellas creencias ya no es sólo reprochable. Se trata de una afrenta que solo puede ser lavada con la muerte.
Este fundamentalismo religioso provocó otro, igualmente violento: el nihilismo romántico. Nietzsche, su más alto exponente, decía que los valores no son revelados por Dios alguno –por la sencilla razón de que no existe– sino que son expresiones de la voluntad humana.
Los valores de una sociedad serán los del que haya tenido el deseo y el coraje suficientes como para imponerlos sobre los demás. Ser capaz de imponer valores a otros es muestra suficiente de que aquellos principios son válidos, aseguraba Nietzsche.
¿Cómo evitar que las creencias religiosas y los valores produzcan enfrentamientos mortales? Practicando una ética que yo llamo ‘pagana’. Pagana porque proviene de Aristóteles –un filósofo precristiano– y porque admite perfectamente la existencia de uno o varios dioses.
Según esta ética, los principios no son revelados por un Ser Supremo ni tampoco son el resultado de la voluntad omnímoda de alguien. La óptica aristotélica dice que la razón humana es la mejor fuente de la cual se pueden extraer valores y creencias. Se trata de construir un credo laico o, por lo menos, uno sin tanto énfasis religioso.
El objetivo último de esa ética pagana es alcanzar la virtud, una virtud que sólo puede ser obtenida a través de la libertad. ¿Y cómo se vive libremente? Cultivando la moderación y la prudencia, decía Aristóteles. Ejerciendo el dominio de sí mismo y dejándose llevar por eso que hoy llamamos sentido común.
Sentido común para saber cuándo y hasta dónde debemos expresar nuestros valores y luchar por nuestras creencias. ¿Vale la pena defender la libertad y la dignidad humana? Sí. Siempre y en cualquier circunstancia. ¿Vale la pena masacrarse entre personas que no creen en los mismos dioses? Seguramente no. Si alguien está convencido de que el suyo es el Dios verdadero y los demás no tienen la lucidez suficiente como para verlo, pues por algo será…
Esa búsqueda constante de la sensatez lleva al equilibrio. Y el equilibrio es, con toda seguridad, una virtud social y política que no sólo evita la violencia, sino que promueve la estabilidad y la concordia. Como es obvio, el ejercicio del equilibrio nunca será perfecto, pero su búsqueda permanente es indispensable.